Barandilla de metal oscura y fría
Jorge Pérez Cebrián
Pero incluso los ángeles –dijiste–
están anclados por la sombra al suelo;
porque toda raíz se da a la tierra,
mientras la vaga lengua de las ramas
pronuncia entre sus hojas
despedidas.
Y de entre todos los jardines
–¿recuerdas?–
solo este crece y
bebe y
no respira.
El pasado
aún no era patria de las rosas,
pero sobrevolaban ya
los ruiseñores
la eterna primavera de los cementerios.
Pero tú todo el resto ya lo sabes.
Y cómo –me dijiste–
desde tan alto ver el cielo.
Entonces un farol
bastaba para sostener la noche
cuando te hiciste silueta
de un susurro entre las paredes blancas
igual que una paloma
que no encontrara el aire.
–Moisés abrió bajo el fulgor los ojos
y vio en sus párpados cansados
diamantes dentro de la arena blanca–.
Allí un velo de luz te recubría,
como oculta la mano ajada del pintor las flores
del vago acontecer de los ciruelos.
Y nuestros pasos
eran jóvenes,
como sin duda deberían serlo
los pasos jóvenes de los mortales.
Nuestras manos demasiado grandes para el vacío.
Desnudos,
el mundo nos cubría de los pies abajo,
tan solos,
tan recónditos
e inadvertidos.
Será por eso que no aprendimos a caminar de espaldas,
como nunca aprendimos
a ver la luz a solas.
Mañana no saldrá el sol, amor, pero tú eso ya lo sabes.
Y tú aún sostienes
mi mano
como un pájaro
y las palomas sueñan con volar sin aire.
Después del fin
Jorge Pérez Cebrián
La engendrará la Noche como un pacto.
Puedo oírla,
caminando descalza, en la madera:
el grito más antiguo que ardió al aire.
Pienso.
Y sé, quizá, el peso del frío,
o el último botón y los cordones,
o el dedo sobre el sello en la garganta.
Y sé la tarde triste,
el polvo del cemento alzándose,
colgando por los dientes del cordero,
un fin ante el que ceden los destinos.
Y sé que allí,
detrás de todo, tiembla inagotable
la sangre entre los dedos de la aurora,
sobre la arena justa y fiel y blanca.
Y escucho entonces como un trueno: «ven.
Ven, tú que vives,
conocerás el fin como un recuerdo».
Nada se oye.
Quizá porque es de día como un grito
y porque aún después del fin del mundo,
desde el último vientre de la Noche,
rugirá su desierto otra mañana,
invadirá la tierra un todavía.
El mundo ojizarco
Carles Márquez Molins
En el día vigesimotercero,
el mundo se puso unas lentes
de color azul.
Hoy le llaman
el mundo ojizarco.
Suenan en el rumor de su tierra
manantiales de luz suave;
van a iluminar el nacimiento de los juncos;
dirigen sus aguas eternas hacia su inimaginable eternidad.
En este mundo no hay alma
que no tenga un fuego pálido.
Y así nos hemos perdido todos
buscando nuestro circular ensueño.
La pesadilla, el sueño sueño y la noche roja
nos muestran nuestras carencias y certezas.
En mis noches infelices hago memoria del proverbio bambara:
«la vista es el deseo;
el ojo es la envidia […];
el mundo del hombre es su ojo».
Me cobijo en esta noche vigesimotercera
bajo la herradura de mi palacio inexistente.
No sé cómo te llamarán mañana.
Príncipe Turquesa de la Mirada.
Vista que ve desde dentro del espejo.
O verdad de los ojos.
Pero mañana no te puedo llamar.
Mañana me voy a buscarte en el ensueño.
Me voy a buscar tus alas,
que son del color
de la imaginaria felicidad.
Silencio
Carles Márquez Molins
El tiempo fluye según otros siseos.
El espacio se amolda a una cierta vacuidad.
Mis oídos se acostumbran a otros sonidos:
al crepitar de las piedras bajo mis botas,
a las mareas suaves del viento
o al gorjeo de algún pájaro.