Ensayos y artículos

Piglia y Zurita: el fracaso de la superación

Pepe Llopis Manchón nos explica el porqué del fracaso de la literatura de Zurita y Piglia, ensobrecida por la de Neruda y Borges, respectivamente.

Pepe Llopis Manchón

La literatura es una batalla en la que, por supuesto, nunca está asegurada la supervivencia de los contendientes. Parece, más bien, que el fin es en realidad lo único insoslayable: si algún día han de borrarse las palabras de Cervantes y Virgilio, ¿qué quedará de nosotros cuando todo haya terminado? No obstante, algunos escritores acarician una victoria transitoria, una forma de auparse a los hombros de la fama para colocarse por encima de todos sus congéneres: esto es lo que llamamos «canon». Lejos de su aparente firmeza, el canon (por no decir «los cánones») tiene que ver con los juegos de autoridad y consensus que se dan en el interior de las cátedras, las redacciones y demás lugares con humedad suficiente para los crecimientos del ejercicio de la crítica. En el idioma de Sarlo, un canon no es sino una «tabla de posiciones» dispuesta a chocarse con otras distintas, es decir, no es sino un cruce de trincheras particular dentro de la gran batalla general de la literatura. Ahora bien, ¿puede una obra sostenerse en las ansias (y las esperanzas) de asaltar el canon y colocarse en la cima de toda su tradición? La propuesta parece, cuanto menos, dudosa, pero no nos faltan ejemplos al alcance de la mano. Algo así es lo que hermana las geniales obras (en opinión del autor, fallidas) del chileno Raúl Zurita y el argentino Ricardo Piglia. Pero mejor será que desgranemos detalladamente nuestras tesis.

Zurita y la «gran ficción» chilena

Raúl Zurita. Recuperado de elpais.com

Muy fructíferas durante el fin del milenio, las literaturas del Cono Sur han otorgado a la historia universal algunos de sus más preciados nombres. En el caso argentino, sin duda, Jorge Luis Borges (quizás, el mejor escritor del siglo XX). En el chileno, como piedra angular, Pablo Neruda (quizás, el autor del poema más relevante de su siglo). Compartir tradición con escritores de semejante envergadura puede convertirse, en ocasiones, en una losa pesadísima capaz de derrumbar las más puras ambiciones. En otras, sin embargo, puede ser el disparador de un objetivo único: la superación.

Así ocurre con la vocación del poeta Raúl Zurita. Nacido en el año 50, Zurita es amamantado en un panorama poético de alta complejidad. La irrupción de Parra con la antipoesía descoloca toda una tradición muy bien asentada, que vuelve a desencajarse con la aparición del astro Lihn, y de nuevo con una profusión de poetas agrupados en el precario nombre de «la generación del sesenta», cuya pieza más crucial es el doméstico y extraordinario Gonzalo Millán (solo tres años menor que Zurita). Pareciera que la poesía chilena, como la ciencia, solo avanza a base de grandes revoluciones que oscurecen a las anteriores. Sin embargo, la poesía chilena también tiene un Newton particular y casi irrefutable, y esa figura totémica es la encarnada en el Nobel del año 1971: Pablo Neruda. En el año 1979, aun con todo, vuelve a darse una pequeña revolución con la publicación de Purgatorio, libro que lleva al estrellato a un jovencísimo Raúl Zurita. Al igual que todos los anteriores shocks de la literatura chilena, Zurita rompe con las gramáticas ya asentadas, pero, mientras sus predecesores simplemente abrieron nuevos campos y vías que explorar, pequeñas parcelas nuevas en el campo literario, el proyecto zuritiano tiene unas pretensiones algo distintas.

Gran lector de Neruda, Zurita comprende como nadie por qué la poesía del vate de Isla Negra se ha convertido en la mejor que ha dado Chile. Muy especialmente en el Canto General, y específicamente en las Alturas de Macchu Picchu, Neruda consigue componer una gran épica latinoamericana (como ya intentaran antes los otros tres grandes chilenos: Gabriela Mistral con su Poema de Chile, Vicente Huidobro en Altazor y Pablo de Rokha con Los gemidos) que consiga cerrar la honda herida con que comienza la literatura chilena. Esta herida es la que produce Alonso de Ercilla, caballero español, padre de lo que será la literatura de Chile, que firma su magnífico poema La Araucana: Chile fértil provincia y señalada / de la región antártica famosa. Mediante la construcción de un territorio mágico y selvático, Ercilla se da a la ficción y consigue dos cosas: primero, unificar la patria chilena simbólicamente en torno a un excelso ícono nacional; segundo, dar a luz a la literatura chilena, que nace ya sufriendo los dolores de esta gran herida, de la mentira de Ercilla. Será Neruda quien propulse una épica capaz de reemplazar las ficciones de La Araucana, y Zurita quien considere que, exacerbando las operaciones de estos dos anteriores, conseguirá convertirse en el mejor poeta de su país.

Su programa es claro: valerse de las armas que le entrega Ercilla (la lengua española, que domina a la perfección; la religión católica —no es casualidad que sus libros fundantes sigan las partes de la Divina Comedia [Purgatorio, Anteparaíso, La Vida Nueva]—; y la idea-fuerza de la nación chilena) y hacer de sí mismo un poeta espiritual del rango de Neruda. Así es como Raúl Zurita, sucesivamente, va expiando sus textos de su propia voz en un vaciamiento tendente al absoluto. Así es como proyecta sus poemas en el cielo sobre las cordilleras de los Andes o los graba en las arenas del desierto de Atacama, a modo de confluencia entre su poesía y la propia geografía chilena. Así es como se vuelve el mesías de la literatura nacional y se endiosa de tal forma que completa, tras una década de trabajo, su voluminoso libro de vejez (de más de ochocientas páginas de poemas) que, para más inri, se titula como él mismo: Zurita.

Sin embargo, la predisposición a la superación parece intimar con la tentación del fracaso. Zurita, cuyo pilar era la épica nerudiana, cae en su intento de recrearla. Donde Neruda parece verse susurrado al oído por las musas, que le dictan el Canto General como si de una sagrada escritura torrencial se tratara, Raúl Zurita construye una épica artificial e imaginaria, tanto como lo fuera en su día la mentira de Ercilla, con poco más de 400 años de diferencia. Además, en un intento de ser el nuevo gran poeta espiritual chileno, Zurita elude la carga política de su poética —la que tanto denostaron en Neruda, cuando creara el lenguaje de la Unidad Popular, partido de Salvador Allende—, eludiéndose también a sí mismo. Los Poemas militantes, libro minúsculo que Zurita compondrá en el fervor de la victoria de Ricardo Lagos con la vuelta del socialismo a Chile tras la penosa dictadura, probablemente constituyan las mejores de sus páginas. ¿No podría haber sido Zurita el gran poeta político del siglo XX latinoamericano? Quizás ese sea uno de los grandes dones que su literatura afanosa y programática nos ha arrebatado.

Piglia, civilización y barbarie

Ricardo Piglia. Recuperado de anagrama-ed.es

Algo similar le ocurre a Ricardo Piglia con la inevitable figura de Borges.

Tras la publicación de Ficciones y de El Aleph, las obras mayores del escritor bonaerense, se le conceden a Jorge Luis Borges dos regalos (o dos castigos): la ceguera y la consagración. Para cuando se publica El hacedor en los años 60 —y, en palabras de Beatriz Sarlo, la obra de Borges ya está hecha—, comienzan a multiplicarse las sociedades anónimas de homenajes, premios y candidaturas al Nobel alrededor del autor argentino. Borges, como firma totalizadora que trasciende a la personalidad que le subyace, se vuelve mito en vida. Toda la literatura argentina gana en popularidad, y la ciudad de Buenos Aires y La Pampa son situadas en todos los mapas a lo largo del globo. No obstante, ningún escritor va a escapar ya del peso de Borges si escribe con la tonada de la respiración rioplatense. Quizás con el muy especial caso de Manuel Puig, todos los grandes autores se convierten en continuadores de la obra de Borges (Saer, Fogwill, Aira), ya sea como amantes discípulos o como opositores hostiles. Piglia no es, sin duda, una excepción.

Pero, ¿qué sitúa a Borges en el vértice de la pirámide de (al menos) la literatura argentina? En realidad, tantísimas cosas… Pocas obras hay tan complejas como la del laberíntico maestro del grupo Sur. Sin embargo, para lo que nos ocupa, podríamos decir que Borges sintetiza los dos grandes motivos de la tradición argentina: la civilización y la barbarie. Ya en el siglo XIX, dos grandes titanes van a pugnar por transformarse en la piedra angular de la cultura argentina: por una parte, Domingo Faustino Sarmiento (que sería presidente democrático de la Argentina), con su obra Facundo, en defensa de la civilización; por otra, José Hernández y el Martín Fierro (pieza fundamental de la gauchesca), en nombre del bárbaro. Esta batalla de batallas parece disiparse un poco cuando Leopoldo Lugones, poeta de Estado, entroniza a principios del siglo XX el Martín Fierro en detrimento del Facundo (como Carlos Gamerro se pregunta, recordando la tan celebrada inquisición de Borges, ¿qué hubiese pasado si en lugar de tomar como libro canónico al Martín Fierro hubiésemos elegido el Facundo?). Pero va a ser en el summum de la literatura borgeana donde «civilización» y «barbarie» se den finalmente la mano. Ya desde el árbol genealógico, Borges trae incorporadas la pasión militar y la sangre por parte de la madre, y la biblioteca y las lenguas europeas por parte del padre. La más alta cultura y la más popular van a entrelazarse a la perfección, sobre todo en su cuentística, donde encontramos algunos redondos, conceptuales, laberínticos (propios de la parte civilizada), así como los magníficos cuentos de cuchilleros (propios de la parte bárbara), en los que Borges despliega textos de una carnalidad y una polenta inigualables. Incluso es posible ver, en alguno de sus cuentos, la maravilla del cruce perfecto entre civilización y barbarie. En la breve Historia del Guerrero y la Cautiva, asistimos a la conversión de dos arquetipos: un guerrero bárbaro que se suma a las filas romanas obnubilado por la belleza de la ciudad; una cautiva inglesa que se hace a las costumbres indias sin vuelta atrás, perdiendo su idioma, diciendo adiós a su vida pasada. O quizás en El Sur, donde el secretario de bibliotecas, Dalhmann, al borde de la muerte, imagina (quizás vive) un final soñado en una pelea a cuchillo, alcanzado su tan querido «destino sudamericano»

Pues bien, el error de Piglia, uno de los mejores lectores que ha dado América Latina, que lo lleva al fracaso en todo esto, es de lectura. Donde Borges es una síntesis perfecta de civilización y barbarie, Piglia ve, aun con todo, una victoria de la biblioteca sobre los cuchilleros y los gauchos. Así, se propone él mismo realizar esa síntesis, ahora realmente, jugando con los arquetipos encarnados en Borges y Roberto Arlt (cuya activa literatura urbana le venía a significar una nueva barbarie) como influencias principales de su obra. Su equivocación lo deja en manos de un objetivo sin sentido, que acabará por desgastar sus convicciones literarias muy de a poco, aunque no por ello cejará en continuar con una defensa arltiana constante, incluso por encima de su otro maestro. Pero la obra de Borges, infinita, terminará por darle alcance y por sumirlo en una penumbra donde será devorado por sus propias ambiciones.

Paradójicamente, Piglia, al igual que Zurita, parece construir sus grandes textos a costa de sí mismo. No será sino su trabajo crítico (aquel que se distancia de su tarea canónica fundamental, la de la narrativa) el que tenga más interés para la trascendencia toda del corpus pigliano, y, muy especialmente en los últimos compases de su vida, las clases emitidas «al aire» en la Televisión Pública Argentina (con el soporte de la Biblioteca Nacional) sobre la novela argentina en general (Escenas de la novela argentina, 2012) y sobre la obra de Jorge Luis Borges (Borges por Piglia, 2013) en particular.

Exoducción

Hablar (escribir), como diría Strafacce, es siempre simplificar: cabe añadir que las obras de Piglia y de Zurita son dos de las más ricas, plagadas de aristas y matices de la segunda mitad del siglo XX latinoamericano. Aun así, parte de su originalidad queda encerrada en el hecho de que son obras que buscan la triunfal superación de sus más altos predecesores y que, por tanto, son obras abocadas, desde ya, al fracaso.

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