Pablo Moreno Esbrí
Que el ser humano es la evolución en su máximo exponente parece ahora un hecho hasta obvio, y ya lo damos por descontado. En cambio, no fue algo que pudiese contarse entre las certezas científicas hasta hace relativamente poco. Somos el espécimen culmen de las fuerzas impulsoras de la deriva génica, un ejemplo claro de resiliencia, y no dejamos ningún espacio para la duda. En cuanto vimos que el mundo podía ser nuestro, lo tomamos a sangre y fuego e impusimos un abismo entre la cúspide de la cadena alimenticia —o sea, nosotros— y el resto de depredadores.
En este proceso de evolución jugó un papel crucial el desarrollo cerebral, que trajo un desarrollo concomitante de la inteligencia y del raciocinio. Así, nuestra arma más valiosa en el caos en que consiste la vida natural tiene doble filo, ya que ha generado una crisis de identidad terrible en el seno de la humanidad. El ser humano es quizá el único animal que sabe qué es y que no da por supuesto su vida. Esto le ha impulsado a buscar reducir las grandes incógnitas que se le presentaban a sistemas que cupiesen en su estrecha lógica, comenzando así con el más encomiable esfuerzo de la raza humana.

Dentro de estas cuestiones, la más acuciante siempre ha sido la propia naturaleza humana. El sentido de la vida o la existencia del alma siempre han sido como cuchillos clavándose en la mente de incontables sabios a lo largo y ancho del globo y del tiempo. Encontramos así, como un paso lógico en el ahondamiento de las cuestiones metafísicas, la fascinación por la muerte. Nuestros antepasados se sabían vivos, pero también sabían que la importancia de la vida se la concedía su finitud, su término. La muerte se convirtió así en algo a lo que venerar, debido a la gran incógnita que planteaba y que aún hoy seguimos sin resolver. De esta forma, comenzaron a surgir las religiones como conjunto de creencias estandarizadas y normalizadas, expresadas comúnmente a través de los ritos. Según el experto Joseph Campbell (1969), las religiones buscan cubrir cuatro aspectos: una explicación metafísica del ser, una explicación del mundo y de sus fenómenos, un apoyo y validación del statu quo imperante y una orientación para la vida, en forma de manuales de comportamiento, que podríamos llamar guías éticas. Habría que agregar una quinta función, evolutiva, que describe el biólogo Edward O. Wilson (2012), mediante la cual aquellas tribus primitivas, en los albores de la humanidad, encontraron en la religión una forma de cohesión tribal y una manera eficiente de combatir a sus enemigos. Toda la tribu tenía una religión concreta, lo cual unía a sus integrantes y los configuraba como el centro del mundo según sus mitos creacionistas, e identificaba como enemigos a aquellos que no tuvieran esa misma religión. Esto supuso una ventaja a la hora de combatir por recursos frente a enemigos sin una organización religiosa, y las reglas de la evolución fijaron así el comportamiento religioso del ser humano.
Sigamos ahora, de una manera libre y adaptada, la propuesta de evolución de las religiones del filósofo y psicoanalista Erich Fromm (2007). Los primeros individuos, primates casi, generaron sus creencias, llegando a establecer los mitos primitivos. Estos fueron simbolizados en las pinturas rupestres, que, junto con los enterramientos, configuran las primeras manifestaciones posiblemente religiosas que encontramos. Estas pinturas, además de los ídolos y demás objetos de índole religiosa que surgieron más tarde, son consideradas todavía representaciones y significaciones esotéricas y místicas de la naturaleza, lo cual es lógico, ya que este era aún un ser en contacto íntegro con la naturaleza, que debía luchar como especie para perpetuar su existencia y que se encontraba amenazado por elementos climatológicos como nieves, tormentas o sequías y por depredadores.
Cuando surgieron sociedades con un sistema mayor de organización, como el caciquismo y las civilizaciones, la religión pasó a jugar un papel crucial en la estructura de estas. El mito se desarrolló para adaptarse a las nuevas habilidades del Homo sapiens. El uso de ídolos desplaza al uso de representaciones pictóricas, y esto se suele entender como una fascinación del ser humano por su propia habilidad creadora, reminiscente de la que poseía la deidad de turno. Es en este estadio del mito donde el individuo comienza a separarse de la naturaleza. Su existencia no es un penar constante, donde debe vivir al día y asegurarse el alimento y el refugio. Este evolucionó tantísimo que llegó a olvidarse de la naturaleza. Ya no representaba una amenaza para un Homo sapiens ciudadano y parte activa de una sociedad donde ya comenzaba a moldearse una división de trabajo compleja. Esto hace que comience a sustraerse de conceptos tangibles y cercanos independientemente de la complejidad de la cultura, como la muerte y la fecundidad, y a acercarse a los grandes abstractos complejos, como la moralidad. Así, empieza a crear entes antropomorfos, con rasgos y personalidades del ser humano, generando proyecciones de aquellos comportamientos que facilitan que la sociedad en la que han sido creados dichos dioses medre. Por ejemplo, los vikingos, que debido a la baja calidad y la escasez de cultivos propios necesitaron en buena medida hacer uso de las incursiones, se aseguraron de que en su panteón mítico y en sus narraciones mitológicas quedara la valentía en batalla como la virtud que les permitiría alcanzar una vida ulterior plena. Se nos presentan en esta etapa dioses humanizados, con vicios y virtudes parecidas a las de sus siervos terrenales.

Pero, si seguimos el devenir de las religiones humanas, nos acabamos encontrando con Yavéh, un ser omnividente, omnisciente y omnipotente. Este ya representaba un modelo inalcanzable de perfección y no cedía ante ningún tipo de tentación, sea cual fuere el tipo o la intensidad de la misma. Si recalcamos el hecho de que nos creó a imagen y semejanza suya y acto seguido comenzamos a pecar, podemos suponer que en este punto ya las religiones buscan más la imposición de un modelo moral que acercarse a conocer el propio espíritu humano y sus bajezas. Da un paso más allá en el refinamiento de los entes totémicos que son adorados, alejándose cada vez más de la realidad humana y acercándose a la perfección, encarnada en una única figura en vez de panteones de dioses consagrados cada uno a un pequeño aspecto vital.
Podríamos asegurar que en la actualidad las sociedades occidentales son menos religiosas. Atendiendo al último barómetro del CIS (2021), solo un 22 % de la ciudadanía española participa de forma activa en la vida religiosa, independientemente de sus creencias. ¿Es que los humanos hemos cambiado? ¿Hemos abandonado nuestra esencia? ¿Hemos, en definitiva, evolucionado? La respuesta es que no. Simplemente hemos conseguido encontrar las respuestas que la religión nos daba en nuevas formas sociales. Si atendemos a las cinco funciones que dimos a la religión al principio, vemos que la ciencia ya logra explicar el mundo y sus fenómenos, y del ser se ocupa la filosofía, cada vez más alejada de la teología y la religión. Sin embargo, podríamos señalar que las funciones restantes se condensan en las figuras públicas, que pueden ser actores, futbolistas, o meros personajes de la farándula televisiva, que tanto abundan en España. Todos ellos tienen algo en común: poseen un relato.
En el caso de los multimillonarios y de los deportistas, creo que es donde más claramente podremos percibirlo: todos se hicieron a sí mismos, se levantaron de la nada y construyeron con sus manos y su sudor un imperio, ya sea este mercantil, como el caso de Jeff Bezos con Amazon, o futbolístico, como el de Cristiano Ronaldo. Este relato es el que va a acabar supliendo las tres funciones restantes: 1) ayuda a validar y apoyar el statu quo, ya que el sistema neoliberal se sostiene ideológica y culturalmente gracias a esos ricos que salieron de la nada, a esa esperanza de que cualquiera con ahorro y trabajo puede convertirse en alguien acaudalado; 2) genera una guía de conducta, ya que estos salen en muchas ocasiones hablando de sus rutinas, de cómo les ayudaron a triunfar, y dan consejos basados en su experiencia, que vuelven a estar volcados en la cultura del esfuerzo y del sacrificio capitalista; y 3) sirven como aglutinante social, ya que congregan a su alrededor a masas sociales y las dotan de identidad, con todo lo que ello conlleva (unos símbolos comunes, un adversario común, etc). Esto último no es exclusivo de figuras personales, sino que engloba también a entidades comunes, como un club de fútbol, una serie de televisión o una saga de libros de fantasía juvenil.

Estamos viviendo en la época de los héroes. Muchos historiadores y antropólogos cuentan que los héroes míticos fundacionales de las sociedades se suelen basar de forma libre en la historia de algún antepasado especialmente conocido. El caso del dios azteca Quetzalcóatl es a mi parecer paradigmático, ya que se teoriza que antes de ser adorado por todo su pueblo fue sacerdote del mismo (Alcina Franch, 2000). Así, los semidioses de esta nueva mitología que se ha generado caminan entre nosotros y respiran el mismo aire; incluso cabe la posibilidad de que te los encuentres por la calle, te lancen un beso o sujeten a tu hijo. En definitiva, son reales. Si Hércules existiera ahora mismo, bien podrías cruzártelo por las escaleras de la estación de Sol, con su melena al viento, corriendo porque pierde el metro a primera hora.
Referencias
Alcina Franch, J. (2000). Las culturas precolombinas de América. Madrid: Alianza Editorial.
Campbell J. (1970). Lecture II.1.1. The Function of Mythology [Podcast de audio]. Recuperado de https://www.jcf.org/works/downloads/lecture-ii-1-1-the-function-of-mythology/
CIS. (2021). Barómetro de junio. Recuperado de http://www.cis.es/cis/export/sites/default/-Archivos/Marginales/3320_3339/3326/es3326mar.pdf
Fromm, E. (2007). El arte de amar. Buenos Aires: Paidós.
Wilson, E. O. (2012). La conquista social de la tierra. Barcelona: Penguin Random House.