Marc Caballer Galcerá
Hace algunos días, el pasado 21 de marzo, nos dejó la activista, médica y escritora egipcia Nawal al-Saʿdawi (نوال السعداوي). Su nombre ha sonado varias veces para el Nobel de literatura por obras como Mujeres y sexo (1972) o Mujer en punto cero (1973). De haberlo conseguido, se habría unido a Naguib Mahfuz (1988) en la nómina de escritores egipcios que han obtenido el premio Nobel.

Pero, más allá de los premios, lo que verdaderamente importa es que en la obra de al‑Saʿdawi hay una denuncia constante de la situación de la mujer en su país y en el mundo araboislámico en general. Su literatura transgresora puso en discurso temas como el uso del hiyab, la ablación del clítoris, los matrimonios concertados y el aborto. Además de todo esto, Nawal al-Saʿdawi se opuso frontalmente a los Acuerdos de Camp David. En estos acuerdos, Egipto reconoció el estado de Israel, una traición al pueblo palestino que suponía la pérdida de sus últimas esperanzas frente a la usurpación sionista. Esta confrontación con el gobierno de Sadat, presidente de Egipto entre 1970 y 1981 y sucesor del general Nasser, se saldó con el encarcelamiento de la activista egipcia, que lo explicó de esta manera en su obra Memorias de la cárcel de mujeres: «Fui arrestada porque creí en Sadat. Él dijo que había democracia y que teníamos un sistema de multipartidos, y tú podías criticar. Yo empecé a criticar su política y aterricé en la cárcel».
Para entender un poco mejor el contexto sociopolítico en el que la egipcia desarrolló su lucha —unas veces mediante «la pluma», otras mediante «la espada»—, pondremos el foco en algunos epígrafes de esta obra.
Memorias de la cárcel de mujeres
Memorias de la cárcel de mujeres es una autobiografía en la que al-Saʿdawi narra sus memorias en la penitenciaría de mujeres de El Cairo, lugar en el que estuvo encerrada por el delito de expresarse con libertad y oponerse a los tratados de Camp David. Fue publicada en primera instancia en El Cairo, en el año 1983, y traducida en 1995 por María Corneiro para la editorial Horas y Horas. Aunque la escritora egipcia pasó dos meses en la cárcel, solamente quedó en libertad tras la muerte del presidente Sadat y la ascensión de Hosni Mubarak. A pesar de la brevedad de su estancia, el presidio bien le valió las reflexiones que podemos encontrar en esta obra y de las cuales hemos extraído dos temáticas que desarrollaremos a continuación. La primera de ellas, relacionada con la lucha, la rebeldía, el inconformismo; la segunda, con la importancia de una escritura libre y verdadera.

La lucha contra el sistema
En esta obra, la egipcia señala varias veces la manera en que el sistema pretende deformar su voluntad y su persona, obligarla «a decir sí cuando quiere decir no» [127] y, asimismo, la manera en que ella se resiste a ese tipo de violencia invisible: «¿Es un delito la libertad de opinión?» [idem]. Al-Saʿdawi practica un ejercicio que, en ocasiones, es el más difícil de todos: la reivindicación de la propia persona y de su rebeldía, de su inconformismo, de las luchas del yo. Es por eso que insiste en la idea del espíritu rebelde, algo que la ha caracterizado desde pequeña: «He aborrecido a los gobernantes y a la autoridad desde niña» [128], dice. Son dos episodios de la infancia los que han determinado esta personalidad: 1) la madre que se rebela contra el padre, estableciéndose como su primer referente femenino y 2) el padre que maldice «al rey, al gobierno y a los británicos» [idem], o sea, a los símbolos de la autoridad y el colonialismo.
En una de las escenas del libro, la protagonista recuerda un episodio de su infancia: cuando todavía estaba en la escuela escribió su nombre junto con el apellido de su madre, ya que no se sentía ligada al padre. Esta actitud fue rápidamente reprimida por la profesora. En este episodio se ponen de relieve las diferentes formas en las que se reproduce el patriarcado y lo que supone este borrado: esa eliminación de las mujeres de la historia común, familiar e incluso personal, así como la falta de libertad para elegir el propio nombre. El hecho de que la niña, una vez que se aleja la profesora, vuelva a inscribir los nombres que ella considera oportunos es otro reflejo de esa rebeldía tan prístina y necesaria. Una vez más, la madre está unida a lo rebelde y, por oposición, el nombre de la línea paterna se pega a lo patriarcal, por lo que se produce una imagen muy poderosa por la sutileza de la misma.
En el polo opuesto se encuentra la voz de la tía (y otras) para recordar que en esa sociedad ninguna mujer debería entrar en ese espacio «otro» reservado a los hombres. Es una voz que se opone a la de otras mujeres como la de la madre o la de la propia protagonista. «¿Es que eres un hombre?» [129], dice la tía. La sociedad ha castigado a Nawal por salirse de su espacio de acción. Es en esos momentos de incertidumbre y soledad cuando la protagonista recuerda la voz de la madre y la terrible experiencia alienadora que supuso su casamiento, ejemplo aquí de una sociedad vedada a una mujer cuyo único cometido es la reproducción. El mensaje queda claro: la sociedad es una cárcel de mujeres más allá de esa otra cárcel, una jaula fuera de la jaula y, por supuesto, una jaula que hay que destruir.
La espada y la pluma
La protagonista se compara con otra presa de la cárcel que está allí por empuñar una azada contra su marido. La potencia de la imagen reside en el hecho de que ella no está en la cárcel por empuñar una azada, sino por enarbolar otro tipo de objeto punzante: una pluma. De alguna forma nos dice que escribir puede ser tan incisivo como una azada, o quizá más, ya que puede dirigirse desde la distancia y contra las ideas o las instituciones. Concretamente señala: «Es como si me sirviera de la pluma para golpear una cabeza negra y corrupta que desease arrebatarme la libertad» [127]. Esta dicotomía entre «la pluma y la espada» nos remite al concepto árabe del caballero que domina las dos, la idea del caballero perfecto. Así habló Al-Mutanabbi en el siglo X: «Me conocen la espada y la lanza y el papel y la pluma».
Para nuestra protagonista, lo más importante en la vida es la pluma, es decir, la escritura, ya que a través de ella puede manifestar su opinión: «La pluma es lo que más valoro» [127], «las palabras que escribo tienen más valor que la propia vida» [idem] y «mi madre me enseñó a escribir» [128]. Si reparamos en esta última afirmación, podemos sustraer cierta información importante: es la figura de la madre, la mujer, quien le da la herramienta que le permite sentirse libre (y por la que, paradójicamente, será encarcelada). Es la madre la que lega, a través de la palabra, ese espíritu indómito, rebelde y justo.
El presente narrativo nos acerca a su experiencia («me pesa el corazón» [129], «tengo el estómago totalmente vacío» [idem]) y, a modo de colmo, añade: «Un dolor profundo palpita bajo la palma de mi mano» [idem]. Pero, ¿a qué dolor se refiere? ¿Qué clase de dolor se puede encontrar palpitando bajo la palma de una mano? Se trata de la cuestión de la escritura. Es por eso que a continuación se pregunta: «¿Para qué sirve escribir?» [idem]. La incertidumbre se apodera de la protagonista: «Palabras muertas . . . ¿Para quién escribo? ¿Quién me lee?» [idem]. Estas preguntas sirven para reflejar la desazón que siente, pero, siempre que se abre una pregunta, el lector espera que se responda o, al menos, que se sugiera (la respuesta) de alguna manera. Quizá por eso se suceden críticas como «vivimos en un país subdesarrollado, gobernado por un solo individuo, una especie de Dios del monoteísmo» [idem] y —la más importante— «si le obedeces, escalas, si te rebelas…» [idem]. De la pragmática hemos aprendido que, cuando se produce un truncamiento en un enunciado, la inferencia subsiguiente nos lleva a rellenar con «todo lo que se nos pueda ocurrir». Por lo tanto, en este caso, «si te rebelas [lo pagarás muy caro/morirás/acabarás en la cárcel/etcétera]» [idem]. Pero la protagonista ya lo ha dejado muy claro en la página anterior: «Prefiero estar en prisión que escribir algo que no surja de mí» [127], es decir, no obedecerá, no entrará en el circuito infinito del sistema, no se rendirá.
En la siguiente reflexión podemos observar precisamente un ejemplo de ello: su literatura, comprometida, no se ha enajenado como sí lo ha hecho «un colega escritor» del que nos habla: «¿Cómo puedes expresarme una opinión y escribir otra?» [129]. Es un hipócrita —nos dice sin decirlo—, un farsante, y representa a toda esa escritura al servicio del poder, del discurso dominante, una literatura que no es libre. Por eso responde: «Escribo lo que pienso, sin preocuparme de las consecuencias» [idem]. La escritura le da alas porque le permite opinar, porque no escribe desde el miedo como hace su «colega», quien dice: «A mí sí me preocupan las consecuencias, no quiero perder mi cargo» [idem].
Cabría preguntarnos en este punto si la literatura que leemos es realmente libre o si no es más que un servicio al sistema establecido y planteado por unos pocos. Una reproducción que puede ser consciente o simplemente venir determinada —siguiendo las ideas de Althusser, Bordieu, Passeron y Bernstein— por las condiciones de reproducción cultural. A partir de esta idea y atendiendo ahora a la mujer, ¿cuántas mujeres como Nawal —pero contenidas por el miedo y los mecanismos reguladores del sistema— no habrán podido manifestar su opinión libremente? ¿Qué pensamientos habrán quedado en el camino porque el sistema no es capaz de asumirlos? ¿Era Nawal antisistema o es el sistema el que era antiNawal?
El miedo —que puede manifestarse y operar de muchas maneras— es un dique de contención para una escritura verdaderamente libre. Al-Saʽadāwī dice «podría haber disfrutado los títulos más elevados» [idem], pero eso habría significado transgredir sus principios, su «escribir», una traición a la propia esencia del ser, a su voz, a sus deseos y anhelos y a la búsqueda de una justicia.
Referencias
Al-Saʿdawi, N. (1995). Memorias de la cárcel de mujeres (Trad. María Corneiro). Madrid: Horas y Horas.