Daniel Gómez Prieto
Algunos silencios, por cotidianos que sean, no se vuelven por ello menos abrumadores. En la memoria de quienes tuvimos todas nuestras clases en modalidad presencial, perdura ese silencio tan característico que la digitalización ha camuflado. El vacío sonoro total en un aula con cien personas tras esas preguntas del docente que han quedado sin respuesta para siempre. Desde el pupitre se le niega, con impotencia y una vergüenza por responder que se agranda con cada segundo de silencio. Desde el púlpito, con mayor o menor paciencia, se espera recibir comunicación por la otra parte, aun sabiendo que seguramente no la haya.
Hace ya un par de años, el director de elDiario.es visitó la universidad en la que estudio (la Carlos III de Madrid), cuando su medio estaba inmerso en las tramas que habían salpicado a la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes. Nos contaba entonces los detalles de una investigación que se llevó por delante una carrera política, pero que también degradó considerablemente la percepción de la universidad como institución. Y, en una de aquellas diatribas contra el sistema académico español, Ignacio Escolar hizo una afirmación que con el tiempo se ha hecho cada vez más cierta: «Existe un pacto no escrito entre estudiantes y profesorado por el que, cuanto menos exija una parte a la otra, menos exigencia recibirá del otro lado». El silencio inaugural de cada clase sería la máxima expresión —y la más audible— de ese mutuo conformismo.
En el ecuador de este curso académico 2020/2021, podemos hacer ya algunas aseveraciones sobre lo que ha supuesto la vuelta a las aulas tras aquel periodo que nos arrebató la cuarentena. El recuerdo trae algunas de las sensaciones que afloraron este septiembre, entre las que predominaban la incertidumbre y, sobre todo, la decepción. No por cómo se gestionaría la presencialidad, allí donde la situación lo permitiera, sino por constatar cómo las mismas dinámicas habían vuelto a repetirse, aun teniendo presente el esfuerzo que había supuesto habilitar la universidad para convertirla en un entorno seguro. Los silencios vuelven a repetirse, y en ocasiones la actitud de docentes y alumnado lleva a preguntarse si realmente ha merecido la pena asegurar las clases presenciales.

Hemos atestiguado la supervivencia a un enorme problema coyuntural, pero, del mismo modo, esto hace palpable la persistencia del no menos grave problema estructural, que puede resumirse en una sensación generalizada de desconfianza entre docentes y estudiantes (sobre sí mismos y su futuro) y de todas las partes contra la institución, sobre la que pesa la indeterminación y confusión acerca de su naturaleza.
Por nuestra parte, la de los estudiantes, tenemos un concepto erróneo de lo que es la universidad, influenciado por la herencia tóxica de la generación de nuestros padres, que concebía los estudios superiores como habilitantes para el mercado laboral. Esa concepción les sirvió en su época, cuando no había medios para autoformarse como internet, pero, hoy en día, si el objetivo es empezar a trabajar y ganar mucho dinero, no hay más que fijarse en las grandes fortunas mundiales y comprobar sus niveles de estudio para darse cuenta de lo desfasada que está la idea de universidad como garantía de trabajo, que tiene tanto de anticuada como de frustrante.
Por otro lado, tenemos una élite académica (y academicista) con una concepción totalmente contraria pero igual de anticuada: un sector universitario que parece vivir de espaldas al mundo y en la comodidad del despacho que da la cátedra; un inmenso funcionariado, con más o menos honorarios, que aún concibe la academia como el studium generale medieval, salvaguarda del conocimiento, tan a buen resguardo que solo pueden acceder a él quienes demuestren la suficiente sabiduría como para darse por dignos discípulos de Hermes… Tan cómoda es su realidad que no se han percatado de que hay una inmensa maquinaria laboral dispuesta a tragar con cuantos individuos titulados salgan por la puerta de la universidad.
Ambas concepciones, asentadas en buena medida entre estudiantes y profesores, obvian la existencia de un reciente invento que las deja obsoletas e innecesarias. Y es que cualquier persona con conexión a internet puede empezar a formarse sin la necesidad de pagar desorbitadas matrículas, o a trabajar directamente desde su máquina, incluso en ámbitos que antes se reservaban solo a aquellos que hubieran pasado por un cierto periplo académico.

Aun disponiendo de universidades completamente actualizadas en cuanto a equipo tecnológico se refiere, parece que dicha innovación no ha llegado a las mentes responsables del sistema que hace funcionar el «templo del conocimiento». Solo cabe esperar que la forzosa adaptación que vivimos el año pasado —y la continuación que vivimos durante este curso— nos haga replantearnos algunas de estas cuestiones, y que estos replanteamientos lleguen a convertir un sistema que inhibe la búsqueda de conocimiento por voluntad propia, o, en todo caso, la supedita a un estresante calendario de evaluación continua orquestado por el plan Bolonia.
Toca asumir las críticas que tan fácilmente hacemos a otros como propias, tener una idea de nuestro peso en el sistema universitario coherente con la realidad y, sobre todo, preguntarnos qué podemos hacer para convertir nuestros silencios cómplices en ruidos molestos.