Álvaro Jiménez Gorlat
Los dos hombres zancadeaban calle abajo; uno muy recto, otro encorvado, pero ambos mirando al frente. La noche se cerraba sobre ellos, y las luces de los escaparates y de aquellos que no querían decir «adiós» al día les iluminaban la figura, arrastrando sombras huérfanas tras de sí.
Flotaban y se mecían en un leve y fresco viento las suaves notas que lograban escapar de las paredes de los pubs de jazz que iban dejando a sus espaldas. A veces parecía que las últimas notas que iban muriendo en la distancia del local pasado se revigorizaban y fusionaban con las del siguiente, y así sucesivamente.
Uno decía:
—Es que no es fácil esto que estamos hablando.
Y el otro respondía:
—Las cosas que importan nunca lo son, hombre.
Cerraban establecimientos a su paso jornaleros cansados y hastiados de sus vidas grises y monótonas. Muchos los observaban porque, por el pintoresco aspecto de la pareja, sentían que era lo más especial que habían presenciado en todo el día. Tal vez tuvieran razón.
—Entonces, ¿qué habrías hecho tú?

El otro levantó ligeramente la cabeza, como oteando el cielo para poder pensar mejor. Le resultaba inspirador observar el cielo nocturno, que, por otra parte, no ofrecía más espectáculo que la inmensa negrura de la que solo es capaz la noche cerrada. Era tan frío, oscuro y penetrante que, al mirarlo, no se podía hacer nada salvo pensar.
—No se trata de haber hecho algo en concreto. Se trata de haber tomado una actitud diferente.
—Pues, ¿cuál?
—Actuar siendo consciente de que las consecuencias las sufrirás en tus propias carnes. No solo actuar, qué coño. Se aplica más, incluso mucho más, al no actuar.
—¿Por ejemplo?
—Cuántas veces habré perdido oportunidades por no moverme, por no buscarle el germen a la vida, por vivir encarcelado en mi lastimosa cabeza…
—También me ha pasado.
—Durante años, viví convencido de que la vida no merecía ser vivida, de que la contingencia de la realidad suprimía todo su sentido.
—Solo sentí algo parecido en un episodio de depresión, hará trece años, cuando vivía con María. No tienes culpa de haber resultado ser un deprimido crónico.
—Deprimido crónico, no. Forzado, en todo caso. No considero que no pudiera haber solucionado yo mismo mi problema.
—No deberías lastrarte con toda la culpa de lo que hiciste o dejaste de hacer.
—Todo lo contrario. Evidentemente, no puedo cambiar el pasado; solo estoy reflexionando. Estoy diciendo que todo el mundo debería tener cuidado de sí mismo y ser consciente de que merece la pena esforzarse en vivir. Conocí a una chica una vez. Pensaba que sería la definitiva, pero no era capaz de mantener ninguna constancia con ella. Ahora sé que lo único que podía hacer en ese momento era esforzarme en vivir, en mantenerme enamorado. ¿Has oído hablar del mito de Sísifo?
—Claro.
—No somos más que nimios nombres destinados a cargar con nuestra propia vida, con todo lo referente a nosotros. Si dejamos de empujar, no serán los dioses los que se enfurezcan con nosotros; seremos nosotros, una semana después, un mes, o una década. Nos preguntaremos por qué no luchamos contra nuestro entorno, por qué no nos mantuvimos íntegros y agarramos con uñas y dientes lo que nos podía pertenecer y lo que merecía la pena tener más adelante. La gente tiene un sentido de la responsabilidad muy débil. Yo defiendo el concepto de responsabilidad tal y como lo hacía Sartre. Con nuestras acciones, hacemos responsable a toda la humanidad, porque, si hacemos algo de una manera, es porque creemos que esa es la manera de hacerlo y que nosotros, en nuestras circunstancias y siendo quienes somos, pensamos que cualquiera en la misma situación debería hacer exactamente lo mismo.
Las farolas tintineaban a su alrededor, como si no entendiesen muy bien de lo que hablaban, pero asintiendo igualmente al ponente. Daban un aspecto truculento a las calles, con sus borrachos volviendo a casa tras su viaje a través de la noche. Con sus indigentes, sentados a las puertas de los establecimientos nocturnos, y sus caras que resplandecían de forma intermitente a la luz de las farolas estropeadas y del neón a sus espaldas.
—Eso parece agotador.
—Tan agotador resulta empeñarse en vivir como empeñarse en morir. Se trata de centrarse en algo más grande que nosotros mismos, en perseguir una idea y adecuarnos a ella. Tal vez así consigamos deshacernos de nosotros mismos y nuestros insignificantes problemas.
—Solo cambiarías muchos problemas pequeños por unos cuantos enormes.
—Pero al menos tendrán sentido. Pensarás: «He llegado aquí persiguiendo algo. Se me ha escapado. ¿Qué hago al respecto?». Sin embargo, la idea seguirá ahí; la meta solamente se ha desplazado unos cuantos metros, y tienes que decidir si continúas o te quedas en el suelo, esperando a que alguien te tire una cuerda.

Unos niños jugaban a la rayuela en la calle opuesta. El hombre encorvado quedó muy extrañado por la hora que los niños habían elegido; solo había borrachos y futuros suicidas en las calles. Los niños saltaban y jugaban, pero no reían. Apenas parecían divertirse. Se limitaban a saltar sobre los números, cantarlos y volver atrás, como si alguien les obligara a hacerlo.
Eso era la vida: no somos más que niños saltando en la oscuridad hacia delante, movidos por una cancioncilla, pero hastiados y confundidos. Reñidos con la soledad, pero también con la sociedad.