Escritura creativa

El imperio rosa

Carmen Campo nos ofrece un relato en el que la libertad, la soledad y la magia se funden y nos atrapan.

Carmen Campo Lerma

—¿Que cómo empezó el imperio rosa? Porque ya sabe que lo de rosa me representa a mí, porque yo soy muy de rosa. Usted no es de aquí, ¿verdad? Bueno, pues yo le contaré. Tome asiento.

La biógrafa obedeció. Se sentó en el sillón opuesto a la gran Saray, la autocoronada emperatriz del rosa y soberana aparente de Calé de Arriba. El sillón gritó a su peso con la tapicería rosa chicle. Era una sinfonía de rosa por todas partes. Ella, luchando para concentrarse, sacó sus utensilios e inició la grabación. La gran Saray se colocó erguida y dejó sobre la mesita baja y ancha que las separaba su copa de champán con trazas de oro.

—Sé lo que dice la gente —dijo ella de pronto—: que, al nacer aparentemente sin poderes, mis padres me trataban diferente. Y sí; para qué lo vamos a negar. Era un bicho raro, e, igual que en casa, en todas partes. Calé de Arriba es conocido gracias a mí. Punto. Si no, ¿de qué le iba a importar a nadie un pueblecito en el interior del interior de la Península, donde lo único especial que une a sus doscientos habitantes son sus poderes? Y, encima, no lo sabía nadie. Así es. Tú no eres de aquí, así que te daré la explicación larga. Los de la capital siempre me ponéis la misma cara.

»Desde hace por lo menos cinco generaciones, en mi pueblo se ha nacido siempre con poderes. Se manifestaban a los trece años. Por supuesto, antes de mi campaña publicitaria, esto solo lo sabían la Junta Territorial y el Gobierno Regional, que tuvieron a bien no contarlo nunca y acordaron con el alcalde un estatuto de secretismo que protegió al pueblo, volviéndolo todavía más invisible. ¿Que dónde me deja a mí eso? Señorita, mi madre podía mover objetos con la mente, mi padre controlaba el fuego y, antes que ellos, mis abuelos habían podido crear vida natural y hacer brotar manantiales de la más mínima gota de agua.

»Con tan altas expectativas, yo llegué a los catorce, y luego a los quince, y mi hermano pequeño desarrolló telequinesis. Mis padres empezaron a preocuparse por mí. Decidieron llevarme al médico del pueblo, el doctor Román. Menudo pieza. Me impuso tratamientos de choque para hacerme despertar, como el aceite de ricino después de cada comida, y, cada dos semanas, un tratamiento láser destinado a estimular los folículos de mi piel. Rara era la vez en la que no salía quemada de estas sesiones. ¿Mis padres, desesperados? ¡Desesperadísimos! Ya no sabían qué hacer, y yo tampoco. Imagínese: para cuando tenía dieciséis, ya lo sabía todo el mundo. Mis amigas habían desaparecido. No las podía culpar; esa gente solo necesitaba un blanco en el que concentrar todos sus enfados cotidianos. En corto, le diré que había muy pocas cosas que me mantenían con vida. Ah… que lo quiere en largo, además.

»Esto es un pueblo pequeño, señorita, y yo era la primera, desde que se tenía constancia, que había nacido sin ellos. Algunos supersticiosos lo tomaron como un advenimiento de escasez, y, entre los viejos, se me despreciaba más que en cualquier parte. Sí, no se extrañe: es en los círculos de ancianos donde se cultivan los rumores que circulan por los pueblos. Había (o, mejor dicho, hay, porque esas dos cucarachas siguen vivas) un matrimonio: doña Electra y don Francisco. No contentos con cuchichear a mis espaldas, me preguntaban a gritos, en medio de la calle, cómo podía hacerle eso al pueblo y a mis padres. Estamos hablando de dieciséis años. Nadie quería caminar conmigo. Pero… ¿cómo…? ¿cómo iba yo a poder hacer nada? Yo solo me dedicaba a acatar lo que me decían.

»Bueno, como puede imaginarse, la juventud se cría mirando la espalda de sus padres, y tantos años viendo cómo doña Electra sacaba rocas del pavimento para lanzármelas dejaron a los niños en un estado casi más salvaje. No, esto ya es muy fuerte de contar. Solo quédese con dos nombres: Sartor y Erigolo. Nombres raros; lo sé. Ellos y sus novias eran los peores. El primero podía teletransportarse y el segundo era clarividente, así que no podía escapar de ellos, ni de sus novias telequinéticas. ¿Que cuándo llegó el día? ¿Recuerda que antes le dije que mis padres estaban muy preocupados? Pues tenían sus razones. Lo que le he dicho escaló. Yo solo soñaba con irme del pueblucho y empezar una vida nueva. Mi deseo no se hizo realidad hasta mucho después.

»Bien, un día me cogieron entre las cuatro lumbreras y todos los demás, incluidos los que habían sido mis amigos, y me dieron aquella paliza fantasma de la que nadie se acuerda pero que los muy gilipollas grabaron. No sirvió de nada tampoco; no se crea. Nunca se les declaró culpables. Solo recuerdo al director con cara de vendedor de aspiradoras al verme salir del hospital. Disimuló la mueca de asco cuando vinieron mis padres: «Bueno, será mejor pasar por alto este desafortunado incidente. Entiendo su preocupación, señores, pero, siendo sinceros… bueno… con las características de su hija, deben entender que integrarse sería casi un milagro».

»Lo recuerdo como si fuera ayer. Mi padre casi quemó su oficina. Salimos delante de los de seguridad. En el coche, era como si nadie se atreviera a decir nada. ¿Qué se podía decir que no estuviese ya en el aire? A estas alturas, ya sabíamos que yo estaba perfectamente. Yo estaba bien. No me faltaba de nada. Quizá, en ese momento, no fui la única que pensó así. Mi padre dio un volantazo en la dirección contraria y cruzamos la frontera, algo que nunca habíamos hecho hasta entonces. Mi padre adoraba Calé de Arriba, al igual que mi madre, pero ninguno de los dos dijo nada. No, no pasó nada entonces. Mi padre solo dijo que íbamos a tomar el aire al pueblo de al lado porque era más grande y allí no conocíamos a ningún estúpido.

»Lo supimos cuando llevábamos más de dos horas rumiando nuestros menús en una hamburguesería cercana. Fue de repente, como cuando cae la primera gota de lluvia. A mi padre empezaron a llegarle mensajes preguntándole si estaba bien. El grupo de amigas de mi madre casi explota. Sus teléfonos tardaron en asumir tanto descontrol. Finalmente, llamó mi hermano. Llevaba dos horas sin poder usar sus poderes, y lo mismo le pasaba a todo el pueblo. Se había apoderado de todos un miedo atronador, como si hubiesen perdido un sentido sin el que no sabían funcionar. Pensé que era el karma, sí, pero ni de lejos llegué a pensar que era yo.

»Volvimos a casa, y todos olvidaron que habían pasado unas horas sin poderes. Todos menos mi hermano pequeño. Cada noche, se encerraba en su cuarto preso de una increíble determinación: quería saber la causa. Yo simplemente pensaba que lo había pasado muy mal sin su poder. Durante semanas, apenas habló, pero un día se presentó en mi cuarto con las llaves del coche. No me quiso decir adónde quería ir; solo condujimos hacia la frontera, que era una simple línea de azulejos rojos. Nos detuvimos antes de llegar a ella. Luego me pidió que bajara. «¿Qué te pasa, Juan?», le dije de pronto. No es que él hablara mucho, pero no solía ser irracional. «Quiero que te coloques al otro lado de la línea roja y te vayas alejando hasta que yo te diga», me contestó.

»En ese momento, lo entendí. Mi hermano creía que yo era la responsable del apagón de poderes. Él no lo desmintió y arguyó estadísticas de pueblo pequeño. Hicimos la prueba. Levantó el coche con su telequinesis, y yo comencé a alejarme poco a poco. Era muy evidente: sus venas se marcaban en el brazo, y cada vez sudaba más. El coche se estuvo tambaleando hasta que cayó, y yo no oí el ruido. De lejos, vi a mi hermano haciéndome señas para volver.

»¿Que qué sentí? Pues no sé si fue por la fe de mi hermano o porque aquel era mi momento, pero no sentí nada, y eso era lo que más me asustaba. La nada no es fácil de digerir. Estaba llena de confianza y hastío al mismo tiempo. A esa edad, ya había tirado la toalla desde lo más hondo de mi corazón. «Mi hermano no ha podido mover el coche», pensé mientras volvíamos. «No tengo poderes… pero eso lo he hecho yo». Solo entonces pasó. Me di cuenta de que tenía dos opciones. En mi cuarto caí de rodillas mirándome las manos. Ni siquiera sabía si todavía quería un poder, pero pronto una palabra apareció en mi mente: «venganza».

»A falta de más información, Calé de Arriba me necesitaba para no perder su funcionamiento enraizado durante generaciones. Sí, tuve que irme para que me creyeran. Pasé una temporada en el pueblo de mi tía para probar a los escépticos que era cierto. Cuando volví, empezó mi imperio rosa. Podía pedir todo lo que quisiera. Se habían vuelto tan suaves como la mantequilla que se unta en una tostada. Lo tuvo que ver al entrar, aunque supongo que ya lo sabrá: todas las decisiones pasan por mí, y eso está firmado y colgado en una vitrina a la entrada, para que los concejales lo recuerden. Se les suele olvidar, créame. ¿Y doña Electra y don Francisco? Ya no se atreven a mirarme; pasan de lado corriendo los muy cobardes. A Sartor y a Erigolo les quité sus poderes. Sí, totalmente en serio. También puedo enfocarme en una persona específica. A saber a quién más podrían hacer daño de seguir teniéndolos. Los poderes nunca deberían usarse para hacer daño.

»Sé lo que piensa… Me ve como una dictadora, pero, en estos casos, la democracia no es la solución. ¿Debí dejar que me trataran como una paria toda la vida y mantener el secreto? Pues no lo creo. Por lo menos merezco respeto, y, ¿por qué no?, miedo. Quiero que me resarzan por todo. ¿Es eso un pecado? No lo creo. Ya… Está claro que usted no ha pasado por eso, pero tranquila, solo lo hice con esos dos inútiles. No he tocado a nadie más. Respecto a eso… llegué a un pacto con el alcalde. Lo que está en la puerta. De mí depende su estilo de vida actual. Obviamente, no es que todos estén de acuerdo, pero conseguí esta residencia con servicio y sueldo. Tengo chefs que me preparan la comida y estilistas que seleccionan mi ropa. Lo único es que no puedo salir del pueblo para interactuar con los demás. Se ha vuelto algo incómodo… ¿Atrapada? ¿Cómo se atreve? ¿Qué dice? Yo soy una persona muy libre de hacer cualquier cosa. Y aquí estoy muy bien; lo tengo todo. Todos terminamos separándonos de nuestra familia, ¿eh? Bueno, no. No es como si pudiera salir cuando quisiera. 

La biógrafa consiguió aquello que los sirvientes no habían visto en casi una década: dejar a su jefa en un estado catatónico. Recorrió los pasillos acompañada por el mayordomo. Allá donde alcanzaba la vista, solo había un mantel en la mesa y una taza en el servicio de té. En la habitación solo había una estatua que sostenía dos candelabros. Se fue sin despedirse. El rosa caía sobre todos ellos con guirnaldas mal colgadas del altísimo techo. Los criados entraban y salían sin quedarse nunca lo suficiente. «Dios mío», pensó la biógrafa. «Qué solos se quedan los dioses».

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