Por Belén Collado Báez
El día amanecía. Hacía un sol resplandeciente, de esos que anunciaban la llegada de la primavera. Los árboles del jardín comenzaban a florecer, y, de pronto, me sobrecogió tanta belleza. Pensé que era de las pocas personas que aún admiraba la hermosura de las pequeñas cosas. Me asomé por la ventana, pero no vi a nadie. La gente ya no salía de sus casas.
—¡Carlitos, hijo! ¡Ya está listo el desayuno! —me gritó papá desde la cocina.
Bajé corriendo al comedor y vi a papá y a mamá sumergidos en sus pantallas. Ambos trabajaban desde casa, igual que todos los habitantes del país. Mamá dijo que, hacía mucho tiempo, las personas iban a trabajar a sus oficinas, pero que, hoy en día, gracias a la tecnología, no necesitábamos salir de casa; allí teníamos todo lo que necesitábamos.
Yo no me podía imaginar cómo tenía que ser ir a trabajar con otras personas. ¿Para qué? Si en un ordenador tenías todo lo que necesitabas… Papá decía que menos mal que no habíamos nacido en esa época, que menuda de la que nos habíamos librado. Así no teníamos que aguantar a impertinentes y cotillas.
Suponía que tenía razón. Yo tenía diez años; tampoco me planteaba esas cosas. Mi mundo se reducía a aquellas cuatro paredes. Todos los niños estudiábamos desde casa, así que no necesitábamos salir a la calle. No es que me desagradase, pero me sentía un poco solo. Mis padres siempre estaban muy ocupados y no me prestaban demasiada atención.
Como todos los días, subí a mi habitación después de comer. Aunque tenía la habitación llena de juguetes, no sabía cuál coger; ya me había cansado de todos. Al final me decidí por unas piezas LEGO. Iba a intentar construir un castillo. Empecé a poner una pieza sobre la otra con mucho cuidado; un mal movimiento podría derrumbar toda la estructura. Estaba poniendo una pieza de la torre central cuando oí una voz a mis espaldas.
—¿Puedo ayudarte? Estoy muy aburrido aquí solo, y tu castillo parece superdivertido.
Me di la vuelta con el corazón en un puño. Parecía la voz de un niño, pero eso no tenía ningún sentido si… ¡yo era el único niño de aquella casa!
—¿Quién ha hablado? ¡Sal inmediatamente de donde estés! Esto es una propiedad privada. ¿Cómo has entrado aquí? —Me temblaba tanto la voz que no podía disimularlo. Miré en todas direcciones, pero no vi a nadie.
—Está bien, saldré, pero no te enfades, por favor. —Por fin lo encontré: la voz salía de la oscuridad de mi armario—. Solo buscaba a alguien con quien jugar y, cuando te he visto, no he podido resistirme.
Una figura salió de entre las sombras. Pronto pude distinguir la silueta de un niño y, cuando se acercó más a la luz, conseguí verle el rostro. Tenía el pelo negro azabache y la piel clara. Sus rasgos eran suaves y elegantes, incluso un poco infantiles. Su voz era dulce y armónica, casi hipnotizante. Pero lo más sorprendente eran sus ojos, de un verde más puro que el de la hierba. Su mirada era profunda y reflexiva, tanto que me envolvía como un abrazo. Su presencia era intimidante, pero, a la vez, me hacía sentir como en casa.
—¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? —pregunté sin estar seguro de querer escuchar la respuesta.
—Respecto a la primera pregunta, me llamo Sam, o Samy, como tú prefieras. Respecto a la segunda pregunta… no estoy seguro de poder responderte; llevo aquí tanto tiempo que ya he perdido la cuenta. —Soltó una pequeña risa socarrona.
Estaba tan sorprendido que no me salían las palabras. Por suerte, Sam parecía tener muchas ganas de hablar:
—Estaba dando una vuelta por la ciudad cuando he sentido que alguien me llamaba. Oh, cuánto echaba de menos esa sensación. —Dejó escapar un suspiro y colocó las manos sobre su corazón—. ¿Sabes qué? Empezaba a pensar que la gente ya se había olvidado de mí. ¡Qué ilusión tan grande que alguien me haya llamado!
—Bueno, sí… —titubeé. No sabía exactamente a qué se refería. Aquel niño era un poco raro—. Estoy muy solo y aburrido. Nadie sale a la calle. No hacen más que mirar esas ridículas pantallas. Necesito a alguien con quien jugar y divertirme.
—Entonces has llamado a la persona ideal —dijo Sam con una enorme sonrisa en el rostro.
Las siguientes semanas lo pasamos en grande. Jugamos, nos reímos, nos contamos secretos… Incluso nos quedamos hablando hasta las tantas de la noche. Lo que más nos gustaba hacer era construir cosas con las piezas LEGO. Pasamos horas enteras construyendo un enorme castillo con cuatro torres, tres pisos e incluso una fosa para los enemigos.
Uno de aquellos días, mientras construíamos la torre principal, le pregunté a Sam: «¿Quién eres en realidad?». Se hizo un enorme silencio en la habitación, y enseguida me arrepentí de haberlo preguntado.
—Soy como este castillo: cada pieza es clave y hay que ponerla con amor; si se cae una pieza, se derrumba toda la torre. —Al ver que no entendía de qué estaba hablando, prosiguió—: Cuando me busques, no me encontrarás. Soy etéreo, pero a la vez increíblemente valioso. Aunque no me veas, tienes la certeza de que estoy aquí, a tu lado. La gente pasa la mayor parte de su vida buscándome, y pocos tienen la buena fortuna de lograrlo. Mi búsqueda no es sencilla, pero vale la pena, porque encontrarme es como descubrir un tesoro. Estoy muy triste porque la gente ya no sabe quién soy. Todos han olvidado mi nombre. Ando sin rumbo por las calles, viendo cómo la gente ya no se ama. Por favor, Carlitos, prométeme que te vas a encargar de hacerles saber que aún existo.
—¿Qué quieres decir? ¿Te vas? —dije con la respiración agitada.
—Mi viaje debe continuar. He de seguir haciéndole saber a las personas que se necesitan las unas a las otras. Tu ya me has encontrado, Carlitos. Eres un niño con suerte. Me voy contento porque sé que me llevo un amigo en el corazón.
—¿Un qué? —pregunté—. No importa. Lo que quiero es que no te vayas… No me abandones, por favor.
—Yo jamás te dejaré, Carlitos. —Sam cogió mis manos entre las suyas—. Aun cuando creas que ya no me acuerdo de ti, estaré ahí, animándote y cuidando de ti. No lo olvides nunca, querido amigo.
Me dio un beso en la mejilla y, acto seguido, saltó por la ventana y desapareció entre las nubes. Han pasado setenta años, y ahora sé que Sam tenía razón. Nunca me ha dejado. ¿Sabéis? Me he pasado toda la vida intentando encontrar una palabra para definir quién era Sam, o, mejor dicho, qué era Sam. Él dijo algo así como «amigo». Creo que una vez lo leí en un libro antiguo. Supongo que a veces es imposible encontrar la palabra justa para algo que, en realidad, no se puede expresar con palabras.

Que bonita historia sobre la amistad Belén.
Me ha encantado
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Muy bonito, Belén.
Me ha encantado… Sigue escribiendo. Tú prometes…
Muchos Bersitos.
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