Javier Martínez Hernández (@javiermartnezhernndez)
A mediados del siglo XVII, Newton desarrolla la ley de la gravitación universal y, con ella, el mecanismo que rige el universo se abre ante nosotros: cualquier movimiento podía ser entendido a través de él. Sin embargo, la sensación de este gran genio era agridulce, pues había atisbado las primeras grietas en su teoría y sabía que acabaría desmoronándose. Lo que jamás podría haber predicho es que un poeta tomado por loco daría el primer paso…
La ciencia y las humanidades pueden parecer tan incompatibles como el agua y el aceite y, a veces, incluso como el perro y el gato. Y la cerrazón de los rígidos planes educativos, auténticos lechos de Procusto, no ayuda. Pero nada más lejos de la realidad, porque… ¿Quién no se ha sentido alguna vez como Hans Castorp, maravillado a partes iguales ante una reflexión filosófica y alguna maravilla de la naturaleza? Volvamos más a menudo a la montaña mágica… Además, hay multitud de ejemplos de personas que ensancharon los límites de la cultura porque derribaron las murallas entre arte y ciencia.

Una de las paradojas que ponía en jaque a la ley de la gravitación de Newton y que venía de antiguo era la paradoja de Olbers. Fue este científico quien le dio su formulación moderna: «Si el universo es eterno e infinito con infinitas estrellas, entonces el cielo nocturno debería ser brillante» (citado por Santaolalla, 2018). Así, sin importar a dónde mirases, el cielo estaría plagado de estrellas y no podría ser oscuro. Pero Olbers no se quedó ahí, y calculó la temperatura a la que debería estar la Tierra de ocurrir esto: 5.500 ºC. Vamos, Madrid en verano.
La solución a esta paradoja vino de donde nadie se esperaba: de la mente de un ser extravagante, complejo e indomable, considerado el primer escritor profesional de los Estados Unidos. De Edgar Allan Poe.

La fascinación de Poe por la cosmología fue una constante toda su vida: «Desde niño —dice Hervey Allen— había amado a las estrellas» (citado por Cortázar, 1972, p. 7). Y esta pasión continuó el resto de su vida. Dice Cortázar: «De noche […] observaba el cielo que constituye el límite visible de ese universo cuya génesis y aniquilación se había propuesto revelar y explicar» (Cortázar, 1972, p. 7). Pero fue justo después de la muerte de su mujer Virginia Clemm y un año antes de morir en extrañas circunstancias cuando empezó la redacción de uno de sus textos más enigmáticos. Hablamos de Eureka, un ensayo sobre el universo material y espiritual.
En él, Poe explica que el universo surgió a partir de un único átomo, adelantándose varias décadas a la idea del Big Bang, y plantea ideas muy novedosas que nos recuerdan a los agujeros negros, la expansión del universo, la gravedad negativa, el Big Crunch… ¡Más de medio siglo antes de que la ciencia las describiera por primera vez! Escribe: «En la unidad original de la primera cosa se halla la causa secundaria de todas las cosas, junto con el germen de su aniquilación inevitable» (Cortázar, 1972, p. 16).
Y, por si te has quedado con la curiosidad, también resolvió la paradoja de Olbers de la siguiente forma: «La única manera de comprender los vacíos que nuestros telescopios encuentran en innumerables direcciones sería suponiendo tan inmensa la distancia entre el fondo invisible y nosotros, que ningún rayo de éste hubiera podido alcanzarnos todavía» (Cortázar, 1972, p. 93).
Eureka fue un estrepitoso fracaso y recibió duras críticas. Muy pocos supieron apreciar la belleza de este poema, que era como Poe quería que fuera juzgada esta obra tras su muerte.

Lógicamente, es un error juzgar esta obra por su valor científico ya que, pese a sus geniales intuiciones, contiene errores y carece de la rigurosidad del método científico. Sin embargo, debemos entenderla en su plano poético. El mismo Poe la dedicó «a aquellos que sienten, más que a los que piensan» (Poe, 1972, p. 15). Como escribió Cortázar: «En el fondo, Poe no se equivocaba al atribuir importancia a su libro, aunque la creyera de un orden distinto» (Cortázar, 1972, p. 11). Así lo expresa W. H. Auden: «Había mucho más de audaz y de original en tomar el más antiguo de los temas poéticos, es decir, la cosmología, la historia de cómo las cosas llegaron a existir tal como son, y tratarlo de manera completamente contemporánea, hacer en inglés y en el siglo XIX lo que Hesíodo y Lucrecio habían hecho en griego y latín siglos atrás…» (citado por Cortázar, 1972, p. 11).
Un año después de escribir este «Producto de Arte», Poe vagaba borracho y sufriendo alucinaciones por Filadelfia, y dejó por escrito: «No tengo deseos de vivir desde que escribí Eureka. No podría escribir nada más».
Un genio o un loco, o quizá ambas cosas. Este poeta, guiado por la belleza, se asomó algunas verdades que la ciencia aún no había vislumbrado. Y Eureka, su canto del cisne, es, sin lugar a duda, una gran obra de arte e intuición que ha inspirado a generaciones de poetas (como Valéry y Baudelaire) y científicos (como Einstein y Eddington).
En ciencia, decimos que una propiedad es emergente cuando el todo es más que la suma de sus partes. Es como el arroz al horno: sus ingredientes por separado jamás alcanzarían la excelsitud que adquieren juntos, sobre todo si los combina la yaya. Algo así ocurre con el binomio arte-ciencia. La luz es una dualidad (onda-corpúsculo) y, de la misma manera, la dualidad arte-ciencia conforma la luz del progreso y la cultura. Son el par de alas que han impulsado a muchos Dédalos a lo largo de la historia a escapar de los laberintos que a menudo nos atenazan. Caelum certe patet.
Bibliografía
Cortázar, J. (1972) Prólogo. En Edgar Allan Poe. Eureka. Madrid: Alianza Editorial.
Poe, E. A. (1972). Eureka. Madrid: Alianza Editorial.
Santaolalla, J. (2018, octubre 31). El poeta que descifró el universo [Vídeo]. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=JzxHtg7jPA8