Ensayos y artículos Historia

Una página blanca

¿Cuál es la importancia de saber apreciar, valorar y construir nuestra historia? Estas y otras cuestiones plantea Andreu Ortí para la disciplina, muchas veces tan menospreciada.

Andreu Ortí

No es más que una suposición, pero, cuando decimos la palabra «historia» en mayúsculas, no creo aventurado afirmar que la mayor parte de nuestros oyentes va a pensar inmediata e involuntariamente en un libro; probablemente, en un grueso volumen encuadernado en piel parduzca y formado por múltiples hojas de papel amarillento raídas por las esquinas. ¿Qué pondría en nuestro librote? Pues, como no podía ser de otra manera, una larga serie —inamovible— de fechas, nombres propios y accidentes geográficos, sin más finalidad que ser aprendidos por alumnos de toda clase y condición académica. Antes de ser, todo ello, olvidado definitivamente.

Así ha quedado retratada en el mundo actual esta disciplina; esa es la imagen que les llega a los jóvenes que la estudian desde —esto es más grave— los currículos académicos que lo disponen. Y, por si fuera poco, si hay algún alumno despistado que va a su casa y dice que le gustaría cursar la carrera de Historia, casi con toda certeza recibirá la mirada condescendiente de familiares y amistades que le sugieren amablemente que busque una salida al mundo laboral más apetecible. O, por resumir, que tenga esas «salidas», aunque no lleven sino a una nómina jugosa —actualmente, solo en el mejor de los casos— y poco partidaria de reflexiones propias.

Tanto da que tratemos las taras de nuestro sistema político e institucional como el historial de títulos del Real Madrid. En ambos casos, el interlocutor del historiador de turno se va a mostrar bien orgulloso del pasado de la institución puesta en solfa (los éxitos de la Transición, las ligas de fútbol ganadas…), bien radicalmente crítico (el sistema es una herencia franquista, los trofeos tienen un origen fraudulento). Pero, ¿qué importa la historia? Da lo mismo que debatamos los orígenes de las instituciones eclesiásticas —y sus privilegios actuales— como los errores que cometió la ciencia en su progreso. La historia no es una respuesta. Tanto monta. Pues, a fin de cuentas, ¿de qué sirve conocerse a uno mismo?

Conocer el pasado es una tarea laboriosa de gran complejidad —no quieren aceptarlo, claro, quienes no lo saben hacer ni pretenden entenderlo—. Para conseguir resultados palpables y dignos de crédito, el investigador sigue un sistema, el llamado «método histórico», con el que interroga a las fuentes en busca de todo cuanto puedan darle. Frecuentemente se consigue. Sin embargo, ¿qué sucede después?

Desde luego, que dicho hallazgo se consigna, pero siempre en un artículo tan preciso y condensado que este hecho dificulta la propia comprensión del texto. Estos artículos, tan necesarios para los especialistas, no alcanzan ninguna difusión, por lo que se hace imprescindible una herramienta diferente: la divulgación. Este nombre, que acostumbra a recibir por parte de los historiadores apelativos nada cariñosos, es vital para que la historia preste parte del servicio social al que se debe. Es más, la propia metodología de los expertos lo demuestra, ya que la tercera gran fase de este procedimiento investigador consiste en la «hermenéutica». Para el caso, hablamos de la redacción de un texto que detalle los resultados de la investigación de forma coherente y «atractiva» para los potenciales lectores. ¡Qué ganas de ver más buenos historiadores con vocación de auténticos narradores!

Y quizás no sea tan difícil: para convertir ese pesado libro de historia del imaginario colectivo en una hoja volandera que alcance múltiples destinos, solo es necesario aprovechar esa pequeña particularidad del género historiográfico, que —sin dejar de ser una disciplina seria—se abre al arte, lo cual permite que algunos buenos libros se conviertan en lecturas placenteras e, incluso, en compañías agradables de marcado carácter artístico. No conviene olvidar, por ejemplo, que las principales fuentes de información de la Antigüedad son poemas épicos de clara vocación literaria (de la Ilíada a la Eneida). Asimismo, el Siglo de Oro de la edad moderna española lo es por su arte y buenas letras.

En los tiempos más recientes, además, la historia ha dado un vuelco. Se ha ampliado y ha abierto sus brazos, tanto a las entrevistas orales que nos permiten conocer de primera mano las décadas más recientes, como a cualquier línea de investigación que se nos pueda ocurrir. De la alimentación a los videojuegos, todo está sujeto a ser parte de la gran historia. Y, sin duda, esta no se detiene, lo que nos tiene que impulsar todavía más a buscar aquel fragmento que nos seduzca.

Porque el viejo librote amarillento ha desaparecido para dar paso a una página blanca, todavía por escribir. Porque somos el camino recorrido, y la historia ya nos espera en el futuro para convertirlo en un tiempo mejor.

4 comentarios

  1. Un artículo excelente, y desgraciadamente también muy acertado: la divulgación es un campo usualmente despreciado por los historiadores elitistas y al que aún le queda mucho recorrido.

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