Escritura creativa

Reminiscencias

Una bala perdida le rozó la sien. La sangre le resbaló por la cara hasta llegar a gotearle desde la barbilla, y al llevarse la mano a los labios, Vicente notó las palpitaciones de su torrente sanguíneo. Jadeando, se arrastró por el barro entre los cuerpos caídos.

Isabel Pelayo Forcada

Una bala perdida le rozó la sien. La sangre le resbaló por la cara hasta llegar a gotearle desde la barbilla, y al llevarse la mano a los labios, Vicente notó las palpitaciones de su torrente sanguíneo. Jadeando, se arrastró por el barro entre los cuerpos caídos. La espesa lluvia que había caído aquella madrugada del 8 de julio de 1837 había convertido la huerta de Castellón en un barrizal, lo que dificultaba los movimientos de los combatientes.

Apenas era posible distinguir formas humanas a más de tres metros de distancia, y adivinar a qué ejército pertenecían era ya una tarea imposible. Avanzando a duras penas, Vicente saboreaba el fango, la sangre y el miedo, y a su alrededor solo escuchaba bramidos de furia y lamentos de agonía. Hacía ya un rato que había perdido de vista su fusil, olvidado en las barricadas que rodeaban el Calvario. Aun así, no le habría servido de mucho, puesto que un labrador poco entendía de armas de fuego. El ejército liberal les había pertrechado, pero no se había molestado demasiado en explicarles cómo matar a un hombre. A pesar de ello, se había aprestado a la lucha, ya que, tras conocer lo sucedido en San Mateo, el pánico que le inspiraba Ramón Cabrera era superior a cualquier reticencia que pudiera haber tenido respecto a las armas.

En ese momento, Vicente soltó un alarido de dolor. La punta de una bayoneta rota sobresalía del lodo manchada de rojo, y, temblando, se dio cuenta de que el afilado metal le había abierto una profunda herida en el muslo izquierdo de la que no dejaba de manar sangre. Mientras se sujetaba la pierna desesperadamente tratando de no vomitar, un hombre inidentificable tropezó ante él. Y, horrorizado, Vicente fue testigo de cómo una bala salida de la nada le atravesaba a aquel desconocido la mandíbula de lado a lado, agujereándole las mejillas y dejando un repugnante olor que mezclaba la sangre y la pólvora quemada. A su lado, a uno de los cadáveres se le salían las tripas de su estómago desgarrado. Mareado por la pestilencia y el dolor, Vicente trató de erguirse, pero, antes de conseguirlo, alguien se lo impidió. Alzó la mirada y solo pudo distinguir un brillo metálico que se cernía sobre él a toda velocidad.

—¿Padre? ¡Padre! ¡Despierte, padre! ¡Le llaman!

Vicente notó que alguien le sacudía levemente el brazo. Pestañeando con dificultad, ladeó la cabeza hacia el sonido de aquella voz y, enfocando la mirada, distinguió las líneas de un rostro conocido. Los ojos de Rosa le observaban con preocupación desde las difusas y oscuras brumas de aquellos recuerdos imperecederos. Sacudiendo la cabeza, trató de incorporarse. Sin embargo, las piernas le temblaron e, incapaz de sostenerse, volvió a caer sobre la silla en la que había estado dormitando hasta apenas unos segundos antes.

—Padre, ¿se encuentra bien? —La penetrante mirada azul de su hija le hizo encogerse sobre sí mismo—. Padre, ¿necesita que llame a alguien? Ya sabe que no puede levantarse tan de golpe; se lo ha dicho don Manuel mil veces. Deje que avise a Fernandito; él le llevará a…

—No, Rosa, ayúdame. Necesito que me sostengas. —Su hija hizo un mohín, pero consintió en sujetarle mientras se erguía temblorosamente.

—Es usted demasiado testarudo, padre. Ya verá en cuanto se entere don Manuel. Si no fuera porque el pobre va con bastón, le perseguiría hasta el mismísimo…

—¡Vicente Martí! —voceó alguien desde la estancia del fondo—. ¿No hay nadie ahí fuera que responda a ese nombre?

—¡Ya voy, ya voy! —rezongó Vicente, renqueando tan deprisa como sus débiles piernas le permitían mientras su hija le seguía refunfuñando por lo bajo—. ¡Deme un segundo!

Atravó la desvencijada sala de espera repleta de gente y entró por la puerta del despacho del alcalde, quien le esperaba detrás de una amplia mesa atestada de papeles. Con el ceño fruncido, José Bigné le observó mientras el viejo labrador tomaba asiento en una silla ajada que no parecía demasiado segura. Tras acomodarse cuidadosamente, Vicente esperó a que su interlocutor iniciara la conversación.

—¿Es usted Vicente Martí? —inquirió Bigné secándose el sudor de la frente. No había ventanas en la sala, y, a pesar de ser enero, la gran capa de grasa que cubría las hinchadas mejillas del alcalde provocaba que el cuello de su camisa estuviera lleno de manchas de sudor. 

—Sí, señor. —Vicente reparó, no sin recelo, en el documento de aspecto oficial que reposaba delante de la oronda figura de Bigné—. He venido en cuanto he recibido su carta.

El alcalde esbozó una sonrisa no exenta de condescendencia.

—Me alegra ver que nuestros viejos héroes defensores siguen acudiendo… eh, raudos… a la llamada de sus dirigentes. —Bigné torció la boca en una mueca cínica y suspiró—. Bien, a lo que íbamos. Le he mandado avisar porque acaba de llegar de Madrid un papel ciertamente inesperado. ¿No se imagina qué es?

Vicente dio un respingo en el asiento y su pierna izquierda comenzó a temblar, como ocurría siempre que tenía lugar algún suceso imprevisto.

—No… No, señor. En absoluto.

—No me sorprende. A estas alturas… En fin, le ahorraré los preliminares. Acabamos de recibir su nombramiento como benemérito de la patria por su heroica actuación ante los rebeldes carlistas en el asedio de nuestra querida ciudad en 1837. Por supuesto, este documento fue expedido apenas unos meses más tarde, pero ya sabe que la lamentable administración de este país es la que es, y, aunque veinte años parecen muchos, en otra ocasión ocurrió que…

Pero Vicente, paralizado, había dejado de escuchar. Un opresivo silencio se había instalado en su cabeza, solo roto por balas que silbaban a su alrededor y gritos desesperados de hombres cubiertos de sangre. El familiar hedor metálico le inundaba las fosas nasales, y, ante sus ojos, varios cuerpos en posiciones antinaturales sobresalían de numerosas zanjas llenas de barro. De nuevo, se encontró tirado en el suelo, con la pierna izquierda inerte, tratando de levantarse, y la misma presencia que le perseguía en sus más angustiosas pesadillas se erguía frente a él. Pero, esta vez, al alzar la mirada, consiguió enfocar el rostro del desconocido. Ramón Cabrera le sonreía torvamente desde una faz recubierta de sanguinolenta suciedad. Desesperado, Vicente quiso gritar, pero de su garganta atenazada por el terror no salió ni un hilo de voz. Y, cuando Cabrera alzaba su bayoneta para asestarle el golpe final, su vista se volvió negra.

—¡Padre!

De nuevo, Vicente abrió los ojos con dificultad. Su hija le zarandeaba de los hombros mientras le llamaba con una nota de pánico en la voz. Su pierna izquierda temblaba violentamente, golpeando el suelo con fuerza. Bigné había cesado de despotricar contra la gestión del gobierno central y ahora le miraba con recelo. 

—Señor Martí Gimeno, creo que necesita usted visitar a un médico con urgencia. Y como veo que no está en condiciones de ningún ceremonial, por la presente le hago entrega del documento que le acredita como honorable benemérito de la patria. Ahora, márchense, que tengo mucho trabajo.

Respirando entrecortadamente, Vicente se levantó de la silla apoyándose en su hija y, con manos temblorosas, tomó el papel que le tendía el alcalde. Caminando como podía, salió a trompicones del despacho de Bigné y atravesó de nuevo la sala de espera hasta la salida. Ya en la calle, el aire fresco le golpeó en la cara e inspiró profundamente. Al girarse para mirar a su hija, se dio cuenta de que Rosa se había mantenido extrañamente en silencio durante todo el trayecto. Tenía los ojos clavados en la hoja arrugada de su mano.

—¿Qué va usted a hacer con eso, padre?

Vicente le tendió el documento.

—Es cosa tuya. —Rosa dio un respingo—. No quiero verlo. No quiero oír hablar de él. Guárdalo. Escóndelo. Quémalo. No quiero saber nada más de este asunto. 

Su hija tomó el escrito y Vicente lo soltó como si le quemara. Se dio la vuelta y se alejó renqueando del ayuntamiento. Rosa lo vio marcharse con paso vacilante y suspiró para sus adentros. Volvió la vista al papel que tenía en la mano y se lo introdujo con resignación en el bolsillo del delantal de su falda. Tal vez, en algún momento futuro, tuviese algún nieto al que le interesaran las buenas historias. Hasta entonces, se aseguraría de tenerlo guardado a buen recaudo. Suspiró de nuevo y se dispuso a seguir a su padre. El cielo estaba cubierto de nubes plomizas, y había en el aire una sensación que presagiaba lluvia.

1 comentario

  1. Un gran relato, pues no todas las narraciones saben recrear tan bien una atmósfera como la de «Reminiscencias». El olor a lluvia se percibe de inicio a fin.

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