Reflexión sobre la Lectio de Doctor Honoris Causa per la Universitat de València de Josep Fontana
Ángel Serna
¿Existe el progreso? ¿Por qué no deja de aumentar la desigualdad? ¿Cómo se conjugan la libertad y la igualdad? ¿Qué papel desempeña la política en todo esto? Estas preguntas y otras tantas han surgido a raíz de la lectura crítica de la Lectio de Doctor Honoris Causa per la Universitat de València (2016) del historiador Josep Fontana.
Responder a dichas preguntas no es tarea sencilla. Para ello, debemos, por una parte, llevar a cabo una profunda reflexión sobre lo que nos rodea y, por otra no menos importante, comprender las formas en las que se ha articulado el mundo durante los últimos dos siglos. Tanto lo primero como lo segundo nos servirá, en mayor o menor medida, para intentar aproximarnos a una resolución concreta.
Durante mucho tiempo, la idea de que vivimos en un continuo progreso, en un imparable avance social, político, económico y moral, parecía incuestionable. Esta creencia, fruto principalmente del progreso tecnológico, condicionaba y sigue condicionando las mentalidades de muchas personas. Una de las razones para esto podemos encontrarla en la comparación de nuestro presente con hechos históricos remotos, o no tan remotos, o con culturas menos desarrolladas tecnológicamente.
La imaginación del pasado como un terreno tecnológicamente vetusto ha llevado a la constatación de que el presente —y todavía más el futuro— siempre es mucho mejor que lo que ya ha ocurrido. Por otro lado, la visión de que una cultura no alcanza el mismo desarrollo tecnológico y económico que otra ha dado pie, en múltiples casos, a legitimar supremacías culturales (como el imperialismo del siglo XIX). Así pues, esta idea de «progreso lineal ascendente» puede ser rápidamente desmontada. El progreso no existe, pues, si lo hiciera, ¿cómo pueden explicarse los irracionales conflictos que comenzaron hace poco más de cien años? Bien es cierto que la idea de «progreso» puede y debe matizarse. Obviamente, el progreso tecnológico, entendido como la creación de nuevos objetos que nos ayudan en nuestras tareas diarias o también como los continuos avances en la medicina, sí que existe. Ahora bien —y por ello lo mencionado anteriormente—, no debemos confundir dicho progreso con otro bien distinto: el «progreso social».

La realidad del mundo actual es que cada vez hay más tecnología, pero, al mismo tiempo, más desigualdad. Que el nivel de pobreza haya disminuido no significa, en ningún caso, que el nivel adquisitivo de unos pocos no supere, con amplia diferencia, al de la gran mayoría. En este sentido, estamos asistiendo a una sociedad mucho más desigualitaria, y, por tanto, el progreso social quedaría desarmado.
La gran revolución tecnológica que supuso la creación de la máquina de vapor terminó desembocando en la aglomeración de perjudicados por la implantación de esta maquinaria que hacía inútil a gran parte de la mano de obra. Por consiguiente, estos trabajadores se vieron destinados a trabajos precarios, que disminuyeron con creces sus niveles de vida: estamos observando el nacimiento del proletariado, un claro ejemplo de cuando el progreso tecnológico no implica un progreso social. En este sentido, seguramente, las personas que trabajaron en esas industrias horas y horas consideraban que las nuevas máquinas —y los avances tecnológicos —no significaban, en absoluto, ningún progreso. Es por ello por lo que el concepto de «progreso» está también sujeto al contexto histórico y, sobre todo, al generacional. Asimismo, todo lo que venimos diciendo plantea, a su vez, otra cuestión cuanto menos paradójica: ¿es compatible la libertad con la igualdad?

Si seguimos el ejemplo del proletariado, la libertad del empresario, que compra los nuevos inventos y contrata a sus trabajadores con sueldos precarios, implicaría un aumento de la desigualdad. Este ejemplo se puede extrapolar hasta la misma actualidad, cuando el dueño de una gran empresa es libre de localizar su mano de obra en aquellos países donde las nóminas son mucho más económicas. Así pues, a lo largo de la contemporaneidad, hemos presenciado, casi sin percatarnos, un conflicto continuo entre la libertad y la igualdad: a mayor libertad, menos igualdad, y viceversa.
Dejado claro esto último, cabe destacar que ni la libertad ni la igualdad campan a sus anchas, y que ninguna de las dos es un ente natural inmutable. La política es, por lo tanto, clave en la combinación entre la primera y la segunda. La importancia de la política radica en la capacidad que tiene de dirigir el Estado hacia un lado y hacia el otro, o de buscar un equilibrio cuanto menos complicado.
En definitiva, lo que estamos presenciando es el juego que desempeña la política en la conjugación de una y otra. Las democracias recientes han permitido la libertad de ideas y de expresión de estas. Por tanto, diversos partidos políticos han acaparado ideales que se aproximan, más o menos, a una de estas dos: la libertad o la igualdad. Las ideas librecambistas, plasmadas en unos partidos políticos, favorecían las libertades en todos los ámbitos, mientras que las ideas igualitarias, reflejadas en otros tantos, fomentaban el intervencionismo del Estado para paliar las diferencias sociales. Este ha sido, básicamente, el modus operandi de la política de la contemporaneidad.
Este puede ser el motivo por el que regímenes completamente antiliberales, entendidos como anuladores de las libertades, han presenciado su apogeo en países, salvando las diferencias, democráticos, como la Alemania de Weimar, la Italia prefascista o el apoyo social que ha recibido el comunismo y que siguen recibiendo ideologías como las ya comentadas. En muchos casos, estos sistemas han sido alzados gracias al apoyo popular en las urnas, un amparo en la idea de que el intervencionismo estatal proporcionará mayor igualdad entre los habitantes de la «nación». Es oportuno matizar que unos apelarán a una igualdad nacional racialmente pura, mientras que, por el otro lado, ese intervencionismo tendrá como objetivo alcanzar la igualdad social y con ello acabar con la «sociedad de clases».

No obstante, la dualidad libertad-igualdad no es una cuestión de blanco o negro, sino que ambas pueden estar combinadas y, de algún modo, equilibradas. En este sentido, la socialdemocracia pretende efectuar políticas que lleven a un equilibrio entre ambas, con impuestos proporcionales y alternancia de libertades económicas con el imperio de la ley, siempre en contextos donde se respeten todos los derechos y todas las libertades recogidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En los años cincuenta, tras la experiencia reciente de los totalitarismos y las guerras mundiales, la socialdemocracia estaba destinada a triunfar. Sin embargo, ese estado de bienestar socialdemócrata se está poniendo en tela de juicio a raíz de las crisis económicas mundiales (1975 y 2008). La deriva comienza a ser hacia un lado o hacia otro, y estamos acudiendo, como podemos comprobar, al renacer de políticas extremadamente librecambistas o, por el otro lado, bastante restrictivas.
En conclusión, para entender las desigualdades existentes, debemos comprender la sucesión de una serie de hechos que comenzaron con revoluciones tecnológicas y que desembocaron en una dicotomía entre la libertad y la igualdad. Una dualidad que, a pesar del empeño de algunos en distanciarla, puede estar mayormente equilibrada. El equilibrio, bajo mi parecer, no acabará con la desigualdad, pero, sin duda, la disminuirá hasta que la libertad lo permita. Así pues, la política se nos ha presentado y se nos presenta como la herramienta capaz de confeccionar la deriva, no solo de un Estado, sino del planeta en su conjunto.
Bibliografía
Fontana, J. (2016). Lectio de Doctor Honoris Causa per la Universitat de València. Valencia: Universitat de València.