José Antonio Olmedo López-Amor (@hebertodesysmo)
Cante la que mostrar la erguida frente pueda serenamente sin maniella a la luz clara del cielo; cante a la que este mundo de maldades fecundo venga con su bondad a dar consuelo (Coronado, 1852b, p. 1)
La introducción de Nöel Valis (1991), catedrática y profesora de español en la Universidad de Yale, a la edición que la editorial Castalia hizo en los años noventa de la obra poética de Carolina Coronado (1820-1911), comienza resumiendo brevemente los aspectos más llamativos de la vida de esta autora y, como en una especie de sinopsis, se nos indica que la poeta alcanzó en vida el éxito, pero, en la etapa final de su carrera, conoció el olvido del público y su declive personal. Aquejada de catalepsia, Carolina Coronado fue dada por muerta en 1844, puesto que estuvo en las mismas condiciones que un muerto durante un mes. Este hecho provocó que corriese la voz de su fallecimiento; muchas personas públicas manifestaron sus condolencias y diversos medios de comunicación divulgaron esta falsa muerte.

Desde que Coronado decidió ser escritora, tuvo que lidiar con la sociedad machista de la época. Las mujeres estaban relegadas a ser los «ángeles del hogar», y no se les permitía tomar parte de las decisiones sociales; estaba mal visto que se dedicasen a cosas reservadas a los hombres. Seducida por las lecturas de Quintana (patriotismo) y Espronceda (romanticismo), la decisión de ser escritora no le resultaría nada fácil a Carolina en una España todavía herida por la expulsión de las tropas napoleónicas y con las resonancias provocadas por la constitución de las Cortes de Cádiz. Por si fuera poco, el contexto político-social de España afrontó en el año de su nacimiento el movimiento llamado Trienio Liberal, el cual fue aplastado por Fernando VII con la misma virulencia que sus actos lo habían motivado.
En cartas a Hartzenbusch[1] la poeta confiesa la repulsa de su familia a su intención de ser escritora, como también la oposición de su pueblo. Leía a escondidas en su casa, robándole horas al sueño, lo que le propició una salud un tanto frágil. Decidió comenzar a escribir de manera autodidacta, pero fue muy consciente de que necesitaba una formación rigurosa si quería prosperar en su empeño.

En su empresa como creadora, Carolina encontró a otras autoras, como Robustiana Armiño, quien padecía sus mismas privaciones. Los familiares de ambas ocultaban los libros y las empujaban a desempeñar labores hogareñas. Algo de reposo encontraron cuando otras poetas como ellas decidieron asociarse a su causa y formaron una «hermandad lírica»[2] que les resultó de un importante apoyo moral. Vicenta García Miranda, Ángela Grassi o Encarnación Calero de los Ríos se unieron a Robustiana y Carolina y se inspiraron resistencia ante la hostilidad social.
Para poetas célebres, como Emilio Castelar, Coronado representaba una poetisa modélica, sensible y, en palabras suyas, la que mejor conservaba y reflejaba su cualidad de mujer en los versos. Inconscientemente, el machismo afloraba en cada intento de definición de una valerosa autora hecha a sí misma. El calificativo «poetisa» equivalía entonces a ser mujer, con todas las connotaciones discriminatorias que aquello conllevaba.
Los liceos y ateneos abrieron sus puertas a Carolina y las demás escritoras —la Real Academia fue de las pocas instituciones que se opuso a ello—. En 1848, Coronado fue distinguida con honores en el Liceo de Madrid, algo a lo que contribuyó el apadrinamiento y prólogo de Hartzenbusch a su primer libro de poesía (1843). En una carta a su mentor (1852a), Coronado confiesa haber tenido dificultades para publicar su primer libro. Editores y libreros fueron reacios a publicar un libro de poemas escrito por una mujer. Incluso para publicar su segundo libro, y a pesar de tener una importante resonancia mediática, también encontró numerosos obstáculos. De hecho, no pudo publicarlo hasta 1852. Y, en esto, Valis (1991) encuentra un paralelismo con Emily Dickinson, quien desde Estados Unidos sufrió las consecuencias de un patriarcado arraigado en la sociedad, aunque, por razones personales, motivadas por ese estrangulamiento injusto de la literatura femenina, decidió no publicar sus textos jamás.

A partir de los años 50, la producción literaria de Carolina disminuyó. Contrajo matrimonio con Horacio J. Perry —diplomático americano afincado en España— en 1852 y esto, unido a su denodado esfuerzo por no desatender a sus hijos debido a la tarea de escribir, hizo que solo se dedicara a esta de manera esporádica. Otros factores influyeron en este hecho, como la muerte de su hijo de un año, Carlos Horacio (1853-1854), que la sumió en una profunda depresión.
Según Kirkpatrick (1991), la producción poética de Carolina que podemos considerar feminista se inscribe entre los años 1844 y 1847. Con posterioridad, parece que esta temática disminuye su protagonismo, lo que deviene en una velada asunción de los postulados machistas en forma de conservadurismo. Robustiana Armiño también pareció conformarse con mejorar su vida hogareña a través de la literatura y renunciar así al poder y presencia públicos de los que disfrutaban los hombres.
La Coronado —así es como se referían a ella— experimentaba un sentimiento de culpa cada vez que —siendo ya esposa y madre— las exigencias de escritora le hacían apartar su atención del hogar y sus seres queridos. Por ello, se distanciaría paulatinamente de la escritura. Carolina reconoce haber cambiado de mentalidad en su prólogo a La Sigea (1854) y, debido a que esta novela es bastante autobiográfica, confiesa su preocupación por si algún día llega a leerla su hija.
En 1850, Carolina publica un ensayo basado en dos poetisas, Safo y Teresa de Jesús, referentes para ella en vida y obra. Tanto en sus novelas como en sus ensayos, Carolina recobra nombres de mujeres valerosas de la historia, pone en valor sus cualidades y gestas o denuncia su atropello, como en las novelitas Adoración y Paquita, publicadas el mismo año.
En 1859, Carolina sufrió un aborto. No dejó nunca de escribir por completo, aunque sí de publicar libros. Sus colaboraciones esporádicas en revistas y periódicos mantuvieron su nombre en un panorama ya lejos del Romanticismo y más instalado en la crisis de fin de siglo.
En el prólogo (1862) que escribió a las Elegías y armonías: rimas varias de Ruiz Aguilera, Carolina se confesó contradictoria con sus anteriores postulados feministas. En esta ocasión, restó valor a la obra literaria de la mujer y reconoció que la fricción entre las esferas de lo público y lo privado la hizo descreer en la importancia de la mujer en el mundo literario.
Carolina llegó a ser, junto a Concepción Arenal, el binomio dirigente de la Sociedad Abolicionista de Madrid que luchaba contra la esclavitud. La sublevación en San Gil (1866) le hizo refugiar en su casa a algunos de los liberales más conocidos dentro del ámbito literario, como Emilio Castelar, Carlos Rubio, Martos y Becerra o López de Ayala. Su salón en Madrid, además de famoso por sus tertulias, lo fue por ser refugio de simpatizantes liberales, lo que le costó no pocos disgustos e incluso la censura.

Carolina adquirió entre la multitud el sobrenombre de «la embalsamadora», ya que, tras fallecer su hija, ordenó que la embalsamaran y ocultó su cadáver en el armario de un convento de monjas pascualas. El cadáver permaneció allí hasta que la poeta romántica falleció y su yerno, de acuerdo con Matilde, su única hija superviviente, ordenó trasladarlo para darle sepultura.
Su temor a ser enterrada con vida por culpa de la catalepsia que padecía fue trasladado a sus seres queridos de manera enfermiza y, al fallecer su marido, también ordenó que lo embalsamaran y lo mantuvo momificado en la capilla de su palacio en Mitra (Portugal), capilla a la que no dejaba entrar a nadie y que se comunicaba por un balcón con su habitación. Parece demostrado que Carolina conversaba con el cadáver de su esposo, quien permaneció en dichas circunstancias durante veinte años, y hasta se dirigía a él —de forma oral y en sus poemas— como «el hombre de arriba» y «el silencioso».
Estas actitudes daban buena cuenta de un estado mental ya deteriorado en la poeta. Y estos hechos dan pie a Valis (1991) para subrayar que a partir de los románticos, sobre todo en Francia, comenzó a fabricarse un negocio frívolo con la muerte. Valis describe cómo algunos cementerios se han convertido en casi museos, con lápidas de jade y mármol, jardines, esculturas fabulosas, invirtiendo la función como camposanto a un lugar apacible lleno de cosas bellas. Carolina criticó esta transformación. Su relación con la muerte fue paradigmática y extraña. La sociedad, con el pretexto de honrar a sus muertos y visibilizarlos entre el tumulto, hizo de los cementerios templos al narcisismo en los que se reflejaba con mucha claridad la ostentación y estratificación clasista de la sociedad.
Alberto, personaje seguramente ficticio de sus poesías, fue su gran amor de juventud, un amor al que posiblemente tuvo que matar en la ficción —fue un marinero que naufragó— al enamorarse de Horacio Perry para, posteriormente, poder casarse sin remordimientos con él. Ningún biógrafo certifica la existencia de Alberto, ni siquiera Ramón Gómez De la Serna, sobrino-nieto de la autora, por lo que se deduce que su fantasía de adolescente, unida a la opresión de una sociedad castrante, dio como resultado este personaje que, tal y como puede apreciarse en los poemas a él dirigidos, la hacía suspirar.
En 1852, Carolina estuvo gravemente enferma de tuberculosis —según ella, agonizante—. El buen hacer del doctor Seoane la mantuvo con vida y la hizo recuperarse milagrosamente, por lo que, llena de gratitud, Carolina le compuso un soneto de agradecimiento, titulado «Respuesta al Excmo. Sr. D. Mateo Seoane».
La poesía de Carolina Coronado hizo público lo privado de su vida. En ella se imbricaron ambas orbes, y ofreció al mundo un arte sincero y desgarrado. Su lucha por la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres merece ser recordada, más todavía hoy, a doscientos años de su nacimiento, así como su poesía, el legado de alguien que luchó contra todo y dejó en el mundo una huella injustamente valorada, una orla de belleza, defensa de los más desfavorecidos y humanidad.
Notas
[1] Poeta, dramaturgo y crítico español que apadrinó y formó a Carolina durante nueve años y fue clave para que esta diera el salto a la publicación. Treinta y dos cartas que se intercambiaron Coronado y Hartzenbusch se conservan hoy en el archivo de la Biblioteca Nacional de España.
[2] De esta hermandad surgió la primera antología poética escrita solo por mujeres. Fue publicada por El Pensil del Bello Sexo, periódico dirigido por Miguel Agustín Príncipe, que presumía de ser «dedicado exclusivamente a las damas», pero que, desde su primer número, publicó textos de escritores.
Bibliografía
Coronado, C. (1852a). Al señor don Juan Eugenio Hartzenbusch. En Poesías de la señorita doña Carolina Coronado (p. 23). Madrid: Imprenta del Semanario Pintoresco Español y de La Ilustración.
Coronado, C. (1852b). Cantad, hermosas. En Poesías de la señorita doña Carolina Coronado (p. 1). Madrid: Imprenta del Semanario Pintoresco Español y de La Ilustración.
Coronado, C. (1854). La Sigea: novela original. Madrid: Imprenta de Sordomudos.
Coronado, C. (1862). Prólogo. En Ruiz, V. (1873). Elegías y armonías: rimas varias (4.ª ed.) (pp. IX-XVIII). Madrid: Imprenta, Estereotipia y Galvanoplastia de Aribau y Cía.
Coronado, C. (s.f.). Cartas de Carolina Coronado a Juan Eugenio Hartzenbusch [Fotografía]. En Biblioteca Nacional de España. (2011). Carolina Coronado: un universo romántico. Madrid: Museo de la Biblioteca Nacional.
Kirkpatrick, S. y Bárcena, A. (1991). Las románticas: escritoras y subjetividad en España, 1835-1850. Madrid: Cátedra.
Madrazo, F. (1855). Carolina Coronado [Imagen digital]. Recuperado de https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/carolina-coronado/da0d8703-d12a-4c08-b340-01015f20b4da
Rosales, E. (s.f.). Juan Eugenio Hartzenbusch [Fotografía]. Recuperado de https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Eugenio_Hartzenbusch.
Valis, N. M. (1991). Introducción. En C. Coronado. Poesías (pp. 7-71). Madrid: Castalia.